¿Qué debería aprender nuestra presidenta y sus asesores de un famoso caso ocurrido hace 51 años?
En nuestro país y otros de la región existe la costumbre de cologarle el sufijo “gate” a los escándalos políticos de gran gravedad. Por ejemplo, el caso de los sospechosos relojes de la presidenta Dina Boularte se conoce coloquialmente como el “Rolexgate”.
Esta tradición viene del conocido caso Watergate en Estados Unidos, ocurrido hace 51 años. Dicho caso resulta relevante no solo para conocer el origen del uso del sufijo, sino también para conocer las graves consecuencias que puede tener para un presidente —o presidenta— las acciones de obstrucción de la justicia.
El escándalo de Watergate es uno de los más significativos y dramáticos episodios en la historia política de Estados Unidos. Comenzó con un allanamiento y culminó con la renuncia del presidente Richard Nixon, y reveló una serie de abusos de poder en la cúspide del gobierno estadounidense.
El 17 de junio de 1972, cinco hombres fueron arrestados por irrumpir en la sede del Comité Nacional Demócrata en el complejo de oficinas Watergate en Washington D.C. Su objetivo era instalar equipos de espionaje para recolectar información sensible que pudiera ser utilizada en la campaña de reelección de Nixon. Pronto se descubrió que estos individuos tenían conexiones directas con la campaña republicana, y el espionaje fue vinculado directamente a la administración Nixon.
El papel de la prensa fue crucial en la revelación y el seguimiento del caso. En particular, Bob Woodward y Carl Bernstein —del periódico The Washington Post— jugaron un papel central en la investigación. A través de fuentes anónimas, como el famoso «Garganta Profunda», pudieron vincular a altos funcionarios del gobierno con una amplia lista de actividades ilegales dirigidas contra opositores políticos.
El Congreso de los Estados Unidos respondió a la creciente presión pública y mediática, e instauró una comisión investigadora en 1973. Las audiencias de la comisión fueron televisadas a nivel nacional, captaron la atención del público estadounidense y revelaron el alcance de las prácticas corruptas y antiéticas dentro de la administración Nixon. Testimonios claves, como el del exasesor John Dean, fueron especialmente perjudiciales, ya que Dean alegó que Nixon estaba directamente involucrado en el encubrimiento del allanamiento desde sus inicios.
Uno de los giros más dramáticos en el caso fue el revelamiento de un sistema de grabación en la oficinal del presidente en la Casa Blanca. Este sistema había registrado conversaciones detalladas, incluyendo aquellas que implicaban al mismo presidente discutiendo el allanamiento y las estrategias de encubrimiento. Nixon intentó retener estas cintas alegando privilegios ejecutivos, lo que llevó a una batalla legal que escaló finalmente hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos. En una decisión unánime, la Corte ordenó a Nixon que entregara las cintas al fiscal especial del caso, Archibald Cox.
Iniciamente Nixon no cumplió con dicha orden, lo que llevó al evento conocido como “la masacre del sábado por la noche”: en un evidente acto de obstrucción de la justicia, Nixon despidió a Cox y a otros oficiales del Departamento de Justicia que se negaron a despedir al fiscal.
La revelación y eventual entrega de estas grabaciones fueron devastadoras para Nixon: no solo confirmaron su participación en el allanamiento y en los esfuerzos iniciales de encubrimiento, sino que también expusieron sus intentos de obstrucción de la justicia. En varias grabaciones se escuchó que Nixon ordenaba a sus subordinados que usaran a la CIA para desviar la investigación del FBI sobre el allanamiento: una clara violación de la ley y un abuso de poder presidencial. Estos esfuerzos por obstruir la justicia complicaron significativamente su situación y transformaron lo que podría haber sido un escándalo manejable en una crisis constitucional.
Con la evidencia en su contra acumulándose y su base de apoyo político en acelerada erosión, Nixon enfrentó la realidad de un impeachment inminente. Los líderes republicanos del Congreso visitaron la Casa Blanca para informarle que su destitución era inevitable. Entonces, en un acto sin precedentes, Richard Nixon anunció su renuncia el 8 de agosto de 1974, efectiva al día siguiente, y dejó la presidencia en manos de su vicepresidente, Gerald Ford, quien más tarde le otorgaría un perdón completo.
Watergate dejó una marca indeleble en la política estadounidense y sirve como un sombrío recordatorio de los peligros del abuso de poder y de la importancia de la supervisión gubernamental y la transparencia. También reforzó el papel vital que juega el periodismo de investigación en la vigilancia de nuestras instituciones democráticas. Y, algo muy relevante hoy, el caso sirve como lección de que los intentos de obstruir la justicia no solo son inaceptables, sino que a menudo agravan la situación legal y política de quienes los practican. Una lección que parece no haber llegado —o no haber sido entendida— en el Palacio de Gobierno del Perú.
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Sr. Belaúnde, por vez primera comento algo de usted, pero que es valioso.
La diferencia es que en Perú es clásico que los gobiernos de turno obstruyan a los tribunales de justicia, sea nombrando jueces «afines» o presionando con los presupuestos.
Así, Perú, con un «presidente/inca/virrey» no es un buen ejemplo de separación de poderes, lo cual promueve la impunidad.
Además que -aunque los EE.UU. no sean mi país preferido- su sistema político estaba listo a juzgar y condenar a un presidente en funciones, algo que en Perú parece de fantasía.
La separación de poderes era algo efectivo y verdadero en la política yanqui, no solamente una fórmula de los libros, esto permitía que un sujeto como R.M. Nixon sea procesado por un grave delito.
En Perú no hay tal separación, así que la presidenta Boluarte lucha por seguir en el cargo, sabiendo que, sin cargo y sin poder, será juzgada como una ciudadana más, sin influencias ni aliados.