Sobre lo bueno que sería caminar por el mundo como en una sala de recuperación
Desde hace meses sufro una molestia en el hombro cuyo solo origen ocuparía todo un artículo —solo diré que hay involucrados un grupo de escritores, pisco y una necia voluntad de aparentar más juventud—, pero por esta vez me limitaré a una reflexión que últimamente ha acompañado mi recuperación.
Ya son varias las semanas en que voy asistiendo a uno de esos centros de fisioterapia que tienen un convenio con las aseguradoras. El que visito ocupa una tripa en un piso corporativo, y ya que mi lesión no está en un lugar llamativo ni requiere apoyo ortopédico, podría decirse que en esa estrecha recepción paso desapercibido: más llamativas son las sillas de ruedas, los andadores, las tobilleras y las muletas. Una música sin estridencias —que puede incluir a José Luis Perales y a Guns N´ Roses en versión bossa— acompaña las ansiedades, pero debo admitir que el trato afectuoso de las terapistas ayuda a sentirse comprendido: una vez que se ha entrado en uno de los minúsculos cubículos con cortina en el que toca recostarse, entre los pitidos de las máquinas de magnetoterapia y el olor de las semillas tostadas de las compresas calientes, es usual escuchar las voces de esas chicas preguntando si ya llegó el “pacientito” Fulano, un diminutivo que no tardará en volver a usarse cuando se refieran a la piernita o al bracito del aludido.
Lo usual es finalizar cada sesión con ejercicios repetitivos, para lo cual cada quien sale de su ratonera y termina encontrándose con los demás en un pequeño espacio común donde hay tapetes de jebe, rampas, escalones, pelotas, ligas y mancuernas. Y es aquí, viendo a ese señor de mi edad que tonifica su pecho sobre un tapete, a esa señora que lentamente asciende por la rampa, y a ese joven que robustece su rodilla en el escalón, que siento que nos hermana la vulnerabilidad: nos miramos de reojo con actitud compasiva, cediéndonos los espacios con generosa paciencia, y pienso que si más tarde nos llegáramos a encontrar en la calle, nuestras miradas afectuosas intercambiarían el secreto de pertenecer a un club que el resto no adivina. Nos ayuda, claro, la identificación instantánea de nuestros pesares, y me pregunto lo que pasaría con nuestra sociedad si algo parecido ocurriera con las dolencias invisibles que todos cargamos en el enorme patio compartido que es el mundo. Si fueran visibles las prótesis que nos agenciamos para sobrellevar cada día. Si pudiéramos ver el yeso que nuestro vecino carga en el pecho desde que su padre lo abandonó de pequeño, el bastón de la extroversión desmedida que ese muchacho usa desde que supo que no puede mostrarse con su novio sin que los demás lo censuren como lo hizo su familia, las lentes de aumento con que nuestra compañera de trabajo se mira frente al espejo desde que en la escuela ya la molestaban por su sobrepeso; en fin, todas esas lesiones que tenemos a causa de nuestra interacción con otros y que no han curado del todo, o que cicatrizaron mal, dejándonos reacciones incomprensibles para los demás, o temores que para otros son meras estupideces.
Ser conscientes de que el otro lucha batallas parecidas a las nuestras, solo que no las anuncia con los clarines convencionales; aproximarnos al prójimo con la complicidad de que somos parte de la misma guerra: qué distinto sería todo si todos saliéramos a la calle con más indulgencia, prestos a cederle nuestro protagonismo al otro, tal como mis compañeros lesionados y yo salimos de nuestros cubículos a nuestro pequeño patio.
Con el diminutivo, quizá, en la punta de la lengua.
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Muy buen relato y qué buena apreciación de cómo nos manejamos, casi siempre, a la defensiva y sin empatía.