Dos años sin timbre a clases 


La evidencia ha confirmado el error más grande de nuestra pandemia


Este marzo, después de casi dos años sin clases presenciales, vimos un regreso a las escuelas peruanas parecido a como lo recordábamos, con escolares bien peinados estrenando mochilas y loncheras despidiéndose de sus papás en la puerta del colegio, solo que sonriendo detrás de las mascarillas y tratando de mantener la distancia con sus compañeros. Ya han pasado algunos meses desde entonces y parece que atrás quedó el miedo y la incertidumbre de no saber si se producirían nuevos picos de contagios, además de la falta de voluntad política que hizo que el Perú fuera uno de últimos países del mundo en retornar a las aulas. 

Cuando aún se mantenía el debate de abrir o no los colegios, una de las preocupaciones era no contar con suficiente evidencia adaptada a nuestra realidad nacional. Algunos expertos en salud pública partían de la evidencia que indicaba que los colegios no habían sido focos de contagio en aquellos países en que las clases no pasaron a ser totalmente virtuales. Pero, al mismo tiempo, se detenían a analizar aquellas diferencias que hacían nuestro retorno a clases más complejo, como el transporte a los colegios, la convivencia entre escolares y adultos con riesgo de contagiarse y nuestro acceso limitado a pruebas. Sin embargo, tanto quienes estaban a favor o en contra de reabrir los colegios coincidían en que este debate se seguía dando cuando otros espacios venían funcionando mucho antes que los colegios, como los casinos, los bares y otros negocios. 

Que la educación de los niños y adolescentes ocupe el último lugar en la lista de prioridades de nuestros gobiernos es un síntoma de la poca importancia que le damos a la educación en nuestra sociedad y nuestras conversaciones. Sabemos que los negocios son importantes para la economía, pero incluso en las conversaciones más utilitaristas se olvidaba que la educación también es importante para la economía, no solo por la cantidad de negocios que dependen de los colegios, como cafeterías, librerías y servicios de movilidad, sino, sobre todo, por lo importante que es para nuestro desarrollo que los jóvenes reciban la educación necesaria para desempeñarse académica o laboralmente en el futuro. 

En estos meses desde la vuelta a clases no se han cumplido las profecías apocalípticas de quienes se oponían a la apertura de las aulas: los colegios no se han convertido en focos de contagios y no estamos experimentando un nuevo pico. Es cierto que nadie puede saber cómo se va a desarrollar una pandemia, pero sí sabemos con qué herramientas contamos en determinados momentos y, lo repito, de qué manera sí estuvimos dispuestos a aceptar el riesgo de abrir otro tipo de espacios antes que los educativos. 

Preguntando en redes sociales, varios padres de familia y profesores me han relatado las particularidades de sus colegios. Algunas escuelas responden a la aparición de casos positivos o tentativos de coronavirus enviando a todo el salón a tener clases virtuales por una semana. Otros colegios envían a toda primaria o todo secundaria y, en casos más extremos, a todo el plantel. Estas medidas se acompañan con declaraciones juradas que firman los padres de familia cada semana que aseguran que nadie en la familia tiene síntomas de coronavirus o ha dado positivo, además del uso de mascarillas, recreos en espacios abiertos, entre otras normas. 

Es evidente que pueden existir tantos protocolos como colegios hay y que la situación actual permite que confiemos en protocolos que podrían tener poca eficacia.  Por ejemplo, al preguntarle a algunos profesores sobre la existencia de hermanos en grados diferentes y si ante la aparición de un alumno con Covid-19 en un salón envían a ambos grados a cuarentena, varios me responden que no. Otros padres de familia también se quejan de que algunos colegios hacen teatro pandémico, es decir, exigen acciones con poca eficacia pero que dan una ilusión de seriedad y control, como no permitir que los padres de familia ingresen a los colegios para “reducir” los contagios, cuando los niños igual conviven con ellos. Otros comentarios también están relacionados con las familias que solo cumplen los protocolos en los colegios, ya que en los fines de semana los niños igual se encuentran en cumpleaños y reuniones infantiles. Por último, algunos docentes también indican cómo tienen que manejar aquellos casos de niños que van al colegio sabiendo que están contagiados, pero que sus papás no tienen los recursos para atenderlos, y otros más extremos, en los que los papás no creen que el coronavirus posea un riesgo para el resto de la comunidad. Es en todos estos casos donde las acciones complementarias, como el uso de mascarillas, la ventilación y la vacunación del personal educativo, juegan un papel especialmente importante. 

Sin embargo, a pesar de todos estos escenarios, los colegios no se han convertido en focos de contagio. Si revisamos las cifras de contagios en niños y adolescentes, estos se mantienen en menos de un 10 % del total. Es cierto que en marzo y abril —en comparación con enero o febrero— sí hubo un aumento de un 3 %, pero hay que tener en cuenta que los colegios no son el único espacio en que los niños pueden contagiarse. Por su parte, las cifras de fallecimiento por coronavirus en niños se mantienen por debajo del 1 % de los fallecidos totales, una cifra similar durante el pico de muertes y contagios. 

En adición a estas cifras contundentes, al preguntarle a los padres de familia que sí han experimentado casos de coronavirus en sus colegios, la opinión es que dos años de colegios cerrados ha sido demasiado tiempo.  Ahora que sabemos que tanto la evidencia como la experiencia indican que demorarnos tanto en el retorno fue un enorme error, nos debemos preparar para brindar a los estudiantes todas las herramientas para esta nueva etapa.

La brecha generada será insalvable. 

Toca ahora aminorarla.

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