Cuerpos vulnerados y muy cercanos


En el último libro de Marcel Velázquez, los niños vejados del pasado nos interpelan sobre cuánto hemos cambiado 


Uno no recuerda a las personas por sus palabras, sino por lo que esas palabras nos hicieron sentir. Algo parecido me ocurre con las lecturas: los libros que más atesoro son los que me han arrancado emociones asociadas a recuerdos que asumía enterrados. Aunque lo usual para mí es que esta exhumación emocional provenga de la ficción, el reciente libro de Marcel Velázquez, titulado Cuerpos vulnerados. Servidumbre infantil y anticlericalismo en el Perú (1840-1920), me ha hecho recordar que este mecanismo también ocurre con los buenos ensayos.

El libro de Marcel tiene dos partes y ambas me han obligado a recordar episodios familiares que yo mismo me había negado a analizar en su tiempo por pudor, lo cual no solo habla de cómo las injusticias sociales se transmiten sibilinamente de generación en generación, sino también del buen ojo del autor para hacer de la investigación histórica un asunto muy vigente y cercano.

La primera mitad de Cuerpos vulnerados está dedicada a analizar artículos, avisos en la prensa, novelas, poemas y fotografías aparecidas en el Perú entre 1840 y 1920, con el fin de revelarnos la monstruosa naturalidad con que se ha traficado con niños en las casas de nuestro país, justificándola bajo conceptos altruistas como la caridad y la educación.

Que los criollos más pudientes reclutaran niños del campo para sus casas era una institución colonial, y esta práctica se hizo más intensa luego de que se aboliera la esclavitud. Por ejemplo, Marcel relata que un viajero francés llamado Paul Marcoy escribió que tener un cholito en casa en esos tiempos era signo de estatus social. Tan generalizada se hizo esta costumbre que, incluso en mis recuerdos más contemporáneos, una familia urbana de clase media podía acceder a tener una chiquilla como sirvienta cama adentro gracias a la mediación de una “madrina” del niño o la niña, ese agente intermediario que, por un lado, cerraba el trato con la familia natal del menor de edad y, por el otro, se congraciaba con una familia de mejor posición. Mientras escribo estas líneas, escucho en mi cocina los pasos de Delfina, que hoy ha venido a ayudarme con las tareas domésticas. Delfina entró a trabajar en mi hogar cuando era una veinteañera, y para entonces ya había trabajado en varias casas de Lima: diez años antes había viajado desde su chacra en Huánuco a un arenal en Pucusana con una madrina, lo cual evidencia cómo incluso mi familia se ha beneficiado de este fenómeno. Sin embargo, mucho más dramático es mi recuerdo infantil de Magdalena, una chica asháninka que una prima de mi abuela envió desde Iquitos a la casa de mis padres en Lima para que mi madre tuviera ayuda durante su tercer embarazo. El “te envío una muchacha” que usó aquella pariente espeluzna porque cosifica al prójimo con la naturalidad de quien hace un envío por Rappi, y aunque este recuerdo ya me pellizcaba con incomodidad desde hacía un tiempo, las reflexiones de Marcel me han hecho conectarlo con otros hechos. Por ejemplo: aquel primo huérfano, de mi edad, ancashino, que mis padres aceptaron prohijar durante algunos años en nuestra casa costeña, ¿no fue el protagonista de una relación ambigua con nosotros? ¿Por qué mis padres lo matricularon en un colegio público, mientras mi hermano y yo íbamos a uno privado? ¿Lo hubieran hecho así si mi primo hubiera sido más blanco? ¿Fue la falta de dinero una excusa para zanjar dos tipos de categorías? En su libro, Marcel cataloga decenas de avisos que indagaban por niños que se fugaron de esas casas, y recuerdo que un día mi primo se fugó de la nuestra. Aunque otro día volvió, ¿era la añoranza de su hogar lo que lo hacía desdichado, o alguna asimetría que nosotros instalamos y no vimos? Ya que di un salto a mi pasado, que se me perdone este otro con garrocha a algo más reciente y público: ¿La arrogancia que permitía a las familias más blancas y pudientes disponer de niños del campo no está emparentada con la misma arrogancia que hace poco hizo que un par de citadinos blancos, dedicados al diseño de moda, se quejara de no poder disponer de la tradición ancestral de una etnia en nuestra selva? Si históricamente ha estado tan naturalizado disponer de un niño ajeno, ¿cómo no lo iba a estar disponer de algo más difuso como el conocimiento?

Así como yo he trazado estos cordones que enlazan los hallazgos de Marcel y mi historia familiar, cualquier lector no tardará en encontrar relaciones entre su libro y cualquier otra costumbre, hallazgo o noticia que despierte hoy nuestro interés colectivo.
Así, terminaré esta primera mitad con mi propio recuento de costumbres vigentes: la iniciación sexual que una enorme cantidad de adolescentes urbanos tuvo con una empleada doméstica en sus propias casas; la constante etiqueta de la chola ladrona, esa que señala a las empleadas domésticas como las primeras sospechosas ante la falta de algo valioso en las casas; las condiciones de semiesclavitud que se le daba a los chiquillos en las haciendas y que hemos visto actualizadas en esos dos jovencitos encerrados a su suerte en aquel incendio del centro comercial Las Malvinas; y, finalmente, esa manera ambigua que tienen —tenemos— muchos burgueses de presentar a una empleada o empleado doméstico como parte de su familia, ocultando las letras chiquitas del contrato emocional: que un empleado es de la familia, sí, pero mientras no reclame por sus derechos, así como en teoría todos los peruanos somos de igual valía, mientras los más racializados no reclamen por los suyos. 

Recorramos ahora un poco la segunda mitad de Cuerpos vulnerados. Son páginas que analizan proclamas, discursos y, sobre todo, publicaciones que denunciaban el doble estándar de varios integrantes de la Iglesia Católica en el Perú, cuando no el abuso contra mujeres y menores. El periodo de estudio va de 1880 a 1920, cuarenta años en los que se expresaron públicamente una modernidad y un anticlericalismo criollos que siguieron la estela de González Prada. 

Antes de caer aquí también en los recuerdos personales, confieso lo mucho que llama mi atención lo furibundas que eran las denuncias contra los religiosos en las publicaciones que surgieron en esa época, de las cuales Fray K. Bezón fue, indiscutiblemente, la revista abanderada de entre la media docena citada. Es algo que no veríamos hoy así nomás. Así, en un número de mayo de 1910 de Fray K. Bezón, vemos una caricatura en la que un niño ingresa al colegio con cierto desenfado, mientras dos curas barrigones lo observan entre la sorpresa y la jocosidad: el niño tiene una armadura metálica recubierta de púas. El texto junto al dibujo habla de un “aparato preservativo escolar” que “debe usarse en los colegios de jesuitas”. En otro número, una caricatura ilustra a un inmensísimo sacerdote que babea lujuria mientras una fila de colegialas ingresa por el portal del Colegio de Los Sagrados Corazones. Estas caricaturas solían ser el complemento de textos de denuncia bastante directos, como el que acusaba al párroco de San Pedro de Lloc trasladado a Lima, Eleodoro Laynes, de haber abusado de treinta y tres menores; o el que acusaba al sacerdote Eloy Torcuato Numura de haber violado a una niña de once años y a dos mujeres en Trujillo, antes de ser trasladado a Chiclayo. Nótese que el traslado de los abusadores luego de haber cometido el delito era una práctica ya usada por la Iglesia en otros tiempos, y en el libro se postula que fue justamente durante el siglo XIX cuando empezaron a llegar al Perú frailes trasladados por sus congregaciones desde ciertos países de Europa por este tipo de delitos.

Particularmente, capturó mucho mi atención que una de las publicaciones reseñadas llamara al colegio limeño Santo Tomás de Aquino —aquel ubicado detrás de Palacio de Gobierno—, como un “nido de pederastas”. En ese colegio estudió la primaria mi hermano mayor, y no pude menos que preguntarme por qué mi madre lo matriculó allí precisamente. Es obvio que, con las décadas transcurridas desde aquellas publicaciones, aquel halo de denuncias se fue diluyendo y el prestigio asociado a la educación privada que ofrecían los religiosos fue en ascenso. Mientras mi querida Delfina sigue moviendo trastos en la cocina, ahora me veo en Trujillo a los cinco años, en pantalones cortos, rodeado de mis compañeritos durante el recreo. De pronto, los niñitos se alborotan y yo me pregunto por qué: resulta que el sacerdote y director de nuestro colegio está por pasar entre nosotros. Su enorme figura con sotana negra se acerca y todos los niñitos alrededor se empinan para darle un beso en el cachete. Él parece disfrutar mansamente entre ese remolino de palomitas y yo me dejo llevar por lo que veo: le estampo también un beso sin cuestionármelo, como si el cura fuera un amuleto que me dejará bendito, y luego prosigo con mis juegos. No digo que aquel sacerdote fuera un abusador: solo dejo constancia de cómo, a la distancia, me asombra que mis padres y los de mis compañeros confiaran ciegamente en encerrar a sus pequeños en un redil donde había hombres con semejante poder sobre ellos.

No voy a compartir aquí el veredicto sobre si aquel ardiente anticlericalismo rescatado por Marcel resultó ser exitoso a la larga, pues no quiero revelar una de las conclusiones más interesantes del libro. Sin embargo, sí resulta evidente adelantar que, en cuanto a la educación religiosa, los frailes ganaron la batalla. Hace poco, esta plataforma —Jugo.pe— , organizó un conversatorio e invitamos a un psicoanalista que en su juventud había sido reclutado por el Sodalicio, esa organización religiosa fundada por abusadores de menores. Cuando un asistente le preguntó por qué, a pesar de esas denuncias tan ventiladas en los últimos años, hay familias que siguen matriculando a sus hijos en colegios que se ramificaron de aquella organización, Gonzalo Cano respondió que las ideas que sostienen nuestra concepción del mundo son muy difíciles de derribar. Quizá atentar contra ellas es dinamitar nuestra propia identidad. Yo añadiría que la apuesta personal que todos nos hacemos de que “eso no me va a pasar a mí” pesa demasiado en cada uno, y que quizá sea un artilugio que nuestra especie ha encontrado para no paralizarnos en cada aspecto de nuestra vida.

Por fortuna, existen autores como Marcel Velázquez, que nos recuerdan que lo que tomamos como excepciones pueden ser, en verdad, horrores cotidianos que nos negábamos a ver ante nuestras narices. O, mejor dicho, que somos los despistados herederos de monstruosas costumbres.


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2 comentarios

  1. Elvis

    En los pueblos pequeños de la sierra tambien se vio esto, con pagos miserables y haciendoles creer que heredaran algun tipo de bien o tierra en el futuro

    • Gustavo Rodriguez

      En efecto, Elvis, el libro recoge esas prácticas también.
      Un abrazo y gracias por leernos.

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