El papa, Trump y López Aliaga


Cuando el cristianismo es anticristiano, hay que señalarlo


Hace unos días, el papa León XIV declaró que quienes se dicen provida y, al mismo tiempo, están “a favor de la pena de muerte o del maltrato a los migrantes”, no lo son realmente. La frase, sencilla y contundente, sacudió a muchos en Estados Unidos. En un país donde ciertos sectores políticos se apropian del cristianismo como estandarte de pureza moral, el pontífice recordó una verdad básica: no se puede defender la vida solo en el útero y olvidarla en la frontera, en la cárcel o en el campo de refugiados.

Las palabras de León XIV llegan en un contexto donde algunos líderes políticos —entre ellos el presidente Donald Trump y varios de sus seguidores— han hecho del cristianismo una marca política más que una fe. En sus discursos abundan las referencias a “defender la civilización cristiana”, mientras promueven políticas que criminalizan a los migrantes, relativizan la violencia racista o glorifican el uso de las armas. Bajo la bandera de los “valores cristianos”, se legitima la exclusión y el odio.

El fenómeno no es nuevo, pero sí más visible. En la era de la posverdad, el cristianismo se ha convertido, para ciertos movimientos de extrema derecha, en una herramienta de propaganda. La fe se reduce a símbolos y gestos —una Biblia levantada para la foto, una oración transmitida por televisión, un tuit con versículos bíblicos— mientras se ignoran los mandamientos básicos del Evangelio: amar al prójimo, perdonar, cuidar a los más vulnerables. Como si Cristo sólo fuera un emblema partidario.

Lo preocupante es que este tipo de cristianismo performativo ya no se limita al escenario estadounidense. Su modelo se exporta y se adapta, sobre todo en América Latina, donde la religión sigue siendo un elemento central de la vida pública y emocional. Un caso emblemático es el del exalcalde de Lima, Rafael López Aliaga, quien acaba de renunciar a su cargo para postular a la presidencia del Perú en 2026. Las encuestas, aunque prematuras en un país donde todo puede ocurrir, lo ubican entre los favoritos y, de mantenerse esa fotografía, podría convertirse en el próximo jefe de Estado: un escenario que debería llamar a la reflexión.

Durante su gestión, López Aliaga se mostró como un político “cristiano” en el sentido más espectacular del término: asistía a misas televisadas, invocaba a Dios en sus discursos y presentaba su fe como prueba de integridad moral. Sin embargo, su mandato se vio marcado por denuncias de mala gestión, acusaciones de corrupción en sus empresas y un estilo de liderazgo autoritario. Incluso ha sido acusado de contratar matones para defender sus negocios. En lugar de promover un espíritu de reconciliación o diálogo, su discurso se ha caracterizado por el insulto y el desprecio hacia quienes pensaban distinto. En el Perú, su nombre se asocia con el “terruqueo”: esa práctica peligrosa de estigmatizar y deshumanizar a cualquier ciudadano que protesta o disiente.

Más grave aún fue su silencio —o incluso su apoyo implícito— ante la represión que dejó decenas de muertos durante el gobierno de Dina Boluarte, entre fines de 2022 y comienzos de 2023. Mientras comunidades enteras en el Perú lloraban a sus familiares, López Aliaga prefirió callar. En cambio, dedicó energías a organizar actos en honor a figuras extranjeras de la ultraderecha, como el activista estadounidense Charlie Kirk, en ceremonias donde se mezclaban la iconografía cristiana con los lemas del movimiento MAGA (“Make America Great Again”).

En esos recientes actos, según reportó The New York Times, se convocaba a familias de bajos recursos con promesas de almuerzos y entradas gratuitas a parques acuáticos, mientras se proyectaban imágenes de banderas peruanas y estadounidenses y se exaltaba una “batalla espiritual” contra la izquierda. Muchos asistentes ni siquiera sabían quién era Kirk. Pero el mensaje era claro: bajo la apariencia de un evento religioso, se promovía una alianza ideológica que mezcla nacionalismo, resentimiento y una fe instrumentalizada.

La frontera entre religión y política nunca ha sido fácil de trazar. En países profundamente creyentes como el Perú, es natural que los valores espirituales influyan en la vida pública. Pero hay una gran diferencia entre inspirarse en el mensaje cristiano y manipularlo. La fe puede ser una fuente de justicia y empatía, o una mera herramienta. Y cuando un político dice defender a Cristo mientras atiza el odio, hay que señalarlo.

Además, no deberíamos permitir que ciertos sectores monopolicen la identidad cristiana. El cristianismo no pertenece a una sola ideología ni a una corriente conservadora. Existen numerosas tradiciones cristianas —católicas, protestantes y evangélicas— que han puesto la justicia social en el centro de su práctica: desde quienes lucharon contra la esclavitud, hasta los movimientos de base que defienden los derechos de los pobres y los pueblos indígenas. Su testimonio recuerda que la fe no se mide por una “pureza” performativa, sino por la capacidad de transformar el amor en acción.

El caso de López Aliaga ilustra cómo ciertos líderes reinterpretan el cristianismo como un código de pertenencia, no como una invitación a la misericordia. En su lógica, ser “buen cristiano” equivale a ser conservador, obediente, “anticomunista”. Pero en esa visión no hay espacio para los pobres, los migrantes, las mujeres, las minorías o los pueblos originarios que también creen en Dios. El resultado es un cristianismo vacío de compasión, convertido en espectáculo y escudo político.

En el Perú, donde alrededor del 90 % de la población se declara creyente, este fenómeno global invita a una reflexión urgente antes de las elecciones generales de 2026. La exportación del cristianismo ultraconservador no solo copia discursos, sino que también intenta imponer una forma única de entender la fe: una que se exhibe, pero rara vez se practica. No basta con que un candidato rece en público o hable de “valores cristianos”. Lo que realmente importa es cómo trata al prójimo, cómo se refiere a los pobres, a las mujeres, a los periodistas, a quienes piensan distinto. La fe no se mide por el número de rosarios ni por las citas bíblicas en campaña, sino por la capacidad de actuar con justicia y compasión.

Porque, al final, lo que diferencia la fe del fanatismo es la empatía. Y como recuerda el Evangelio de Mateo (7:16): “Por sus frutos los conoceréis”. No por sus slogans ni sus selfies en una parroquia, sino por cómo aman, cómo sirven y cómo protegen la vida de los demás. Allí, en los gestos de compasión y justicia, es donde se reconoce el rostro del cristianismo.


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