Cómo se forja un «cambio real» frente a la crisis

Enmanuel Grau (Lima, 1987) es especialista en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Federico Villareal. Su obra explora la violencia, la memoria y la vida urbana peruana. Publicó Hijos de la guerra (Premio Luces 2020) y El fin de los tiempos (Alfaguara, 2024). Sus relatos y crónicas han integrado antologías peruanas y revistas de América Latina como Luvina.
El Perú se hace en la historia, o sea a través del paso de los hombres peruanos en el tiempo
y, al mismo tiempo, lo que presupone esa historia es el Perú.
Jorge Basadre
Una semana ha transcurrido desde la última marcha nacional y de la violencia que dejó como saldo un ciudadano muerto, un joven postrado, policías heridos y las calles sacudidas por el desconsuelo de la pérdida y el desasosiego de no encontrar la forma de echar fuera, de una vez por todas, la tiranía de la peor clase política de nuestra historia.
En esta situación límite, aunque lamentablemente no inédita (véase el trágico saldo de las marchas de 2022-2023), hay quienes postulan —desde el privilegio, la indiferencia o incluso el genuino desconocimiento de la catástrofe— la consolidación de acciones que vayan más allá de lo que llaman «otra protesta inútil», acciones que se concreten en «un cambio real», «una salida a la crisis», pues, arguyen, «esto es lo que necesitamos y no colectivos de jóvenes en las calles, desbordados de indignación, cuestionadores y resentidos».
Es decir, hay quienes exigen que este cuerpo herido y sangrante que es ahora mismo el Perú aparte de un manotazo las garras del crimen organizado, atraviese la plácida humareda de los lacrimógenos y asuma su responsabilidad cívica —¡como se hace en todo el mundo, pues!, exclaman—, y dé fin, aprovechando toda su logística, a esta vertiginosa crisis. O sea, estas voces, que no son pocas, exigen una organización por parte de la población para solucionar lo que, durante décadas, particulares y conocidos actores políticos se han encargado de destruir: un país posible, viable y justo.
Este pedido delirante no es una ironía, sino que circula por las redes y encuentra eco en ciertos espacios de debate, produciendo una violencia mayor: responsabilizar de manera indirecta a quienes se ven doblegados por un sistema que no discrimina a sus víctimas (una niña de once años fue impactada por una lacrimógena), sino que golpea, como vemos, a todos por igual, a todos los que, históricamente, han recibido y reciben los golpes, por supuesto.
No es, sin embargo, errado afirmar que la sociedad civil debe comandar (en mi opinión, lo hace, incluso en situaciones pavorosas como esta) y liderar un cambio de paradigma respecto de la podredumbre generalizada. La pregunta de rigor y que olvidan o soslayan quienes reclaman esta organización cívica es: ¿cómo?
¿Cómo se organiza una sociedad que vive en medio de las balas, la extorsión, la zozobra económica y el abandono del Estado? ¿Una sociedad atravesada por problemas urgentes como la desnutrición y la más alta opresión del crimen organizado? ¿De qué manera se construye una representación genuina en tiempos de desprestigio, estigmatización y exclusión de voces legítimas? Y, sin embargo, hay realidades que debemos conocer: existe una fuerte organización participativa frente al vacío estatal, grupos comunales, organizaciones vecinales resolviendo demandas que el Estado históricamente ha ignorado. La organización está y siempre viene desde los márgenes, al punto que reclamarla solo revela una ceguera frente a la realidad de un país que, hace mucho, funciona gracias a esas iniciativas particulares.
El problema es otro y tiene que ver con una idea trastocada: responsabilizar a la sociedad civil de sus males, como si estos fueran exclusivamente gratuitos y no la consecuencia de una corrupción que a estas alturas parece un festín sin fondo.
La respuesta ciudadana existe y es vigorosa y conmovedora, si se toma en cuenta la manera en que ha sido reprimida, no solamente de manera física, sino también con discursos y palabras que saben herir como cuchillos y que, sin embargo, no han conseguido sofocarla.
El derecho a vivir libremente, a disfrutar de ser parte de un colectivo que asume desafíos comunes y victorias trascendentes, para algunos resulta una conquista que hay que ganarse a los puños, «organizándose mejor, en lugar de solo marchar», aunque llueva fuego, y no una realidad que todos merecemos por el hecho natural de ser, de sentir, de respirar.
Pero vendrán mejores tiempos, aunque parezca ahora mismo imposible, y la memoria será una herramienta fundamental: podremos recordar que miles de peruanos, sin filiación partidaria alguna, sometidos en su mayoría por una sistema abusivo, cuestionados por voces distantes o indolentes, rechazaron, de manera tajante, estos jodidos tiempos de oscuridad.
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