Café edulcorado con Trump 


Entre desastres naturales, una conversación nos recuerda lo poliédrico del pensamiento humano


Estoy de paso por Madrid y aprovecho para encontrarme un ratito con mi prima S.

Luego de repasar los afectos que nos unen —y de comentar los estragos de las devastadoras lluvias en la zona de Valencia—, es claro que las últimas elecciones en Estados Unidos aún reverberan en los pensamientos de mi preocupada pariente.

—¿Viste a la burra de M, apoyando a Trump en su Facebook con un gorro de MAGA? 

—No sé de qué te sorprendes —trato de moderar su exaltación—, si ella encuentra rojos hasta en las espinacas. 

—Siempre ha sido prepotente —parece enojarse ella con un recuerdo—, desde chiquita en el colegio. ¡Trump ha conectado con su rebaño!

A pesar de que mi prima tampoco es un corderito, pienso que puede tener razón. Que, siendo animales colectivos, los humanos tendemos a observar el comportamiento de nuestros líderes y que muchas veces validamos nuestras conductas con un ojo puesto en ellos: si el jefe de una empresa es lapidario con su gente, ¿no está moldeando una cultura donde es bienvenido el estrés? Y si el presidente de tu país es bravucón y despectivo, ¿no le otorga ello una autorización tácita a quienes tienden a imponerse por la fuerza?

—¿Y ya viste lo que publicó C? —vuelve mi prima a la carga.

—Bueno —le respondo—, que yo sepa, desde que se mudó a Gringolandia, ella vota por republicanos. 

—Pero una cosa es ser republicana, y otra cosa es celebrar con serpentinas que ganó Trump.

Asiento, mientras dudo si debo pedirme otro café. Por mi cabeza pasa decirle algo que Natalia Sobrevilla escribió para esta plataforma hace unos días: que Estados Unidos es un país marcadamente machista y racista, y que una mujer afrodescendiente como Harris la iba a tener difícil contra Trump. Sin embargo, se me ocurre añadir un ingrediente más.

—Algo mal deben haber hecho los demócratas para que, a las finales, un tipo como Trump les haya ganado. Quizá han perdido contacto con la gente común.

—Ya —me retruca mi prima—, pero no me vas a decir que la derecha achorada no es la más entrenada para desinformar, y crear mentiras para levantar odios. ¿O crees que los billonarios como Elon Musk no han puesto ahí sus fichas?

—Eso también ha entrado al juego —admito—, pero quizá también demuestre que los republicanos han entendido mejor que los demócratas la frustración de la gente de la calle. ¿Has leído La tiranía del mérito, de Michael Sandel?

—No.

—Según lo que entendí, es bastante probable que los demócratas en Estados Unidos y sus equivalentes en el mundo hayan pecado de soberbia en las últimas décadas al haberse creído e implantado la idea de que tener estudios, sobre todo estudios universitarios, bastaría para lograr movilidad social. Es obvio que eso no ha sido suficiente. Hay un dato que me impactó especialmente: que hoy en el partido laborista del Reino Unido, ¡solo el 7 % de sus representantes son de la clase trabajadora! Así de alejados están del ciudadano común. Por eso creo que los votos por Trump, por el Brexit, por Bolsonaro y hasta la quema del metro en Santiago de Chile han sido el rugido de los excluidos del proceso de globalización.

—El baile de los que sobran —sonríe, por fin, mi prima.

—Lo paradójico es que Trump es un multimillonario que jamás ha tenido que romperse el lomo como la mayoría de sus votantes. Roosevelt tampoco lo hizo, la verdad, pero al menos le dejó a su país el New Deal. Pero no me imagino a Trump prendiéndole velitas a san Franklin Delano, más bien lo veo rezándole a san Ronald Reagan.

Mi prima suspira, tal vez aburrida con mi perorata, mientras que a nuestro lado la televisión española no deja de reportar los estragos de las lluvias.

—Qué desastre —me dice ella, y no hay nadie que pueda contradecir esa obviedad—. Mira lo que acaba de colgar F.

Me acerco a su teléfono y veo un video en el que un pobre hombre observa a la correntada de barro ingresando a su negocio. Se le ve impotente, derrotado, mientras sus amigos le ruegan a gritos que se ponga a buen recaudo.

—¿Esto lo publicó F, dices? —me aseguro de preguntarle.

—Sí, mira lo que ha escrito. 

F se mudó de Lima a Madrid hace no mucho, y hoy vive en el pituco barrio de Salamanca, donde con otros peruanos ha recreado, a su manera, el ecosistema de su entorno limeño.

En su largo comentario del video, F aprovecha para aplaudir que los reyes de España hayan tenido los cojones de visitar la zona del desastre arriesgándose a las reacciones, mientras el gobierno de la Comunidad de Valencia y el Gobierno central español se lanzan la pelota mutuamente por el mal manejo de la crisis. «Este desastre tiene nombre propio», remata F, y yo rebobino mis recuerdos: ¿no era F quien también apoyaba a Trump en las recientes elecciones?

—¿Pero no se ha enterado este idiota —me toca a mí exasperarme— de que detrás de Trump se esconden todos los negacionistas de la ciencia y del cambio climático? ¿Que votar por Trump es, justamente, votar por un planeta que va a repetir cada vez con más frecuencia estas tragedias?

Para mi sorpresa, es ahora mi prima quien pone los paños fríos.

—Lo primero que le preocupa a cierta gente es su bolsillo y su posición, antes que la atmósfera. No creo que les interese mucho hacer esa conexión.

—Es verdad —me tomo el último sorbo—. A todos nos preocupa que la historia del mundo narrada por nuestro cerebro no tenga fisuras.
—¿Qué hacemos, entonces? —pregunta mi prima.
—¿Qué hacemos? No decirle “burros” a nuestros amigos —me rio–. Nadie ha convencido nunca a alguien insultándolo primero.
Mi prima me devuelve una mirada burlona. Como siempre, ella tendrá la última palabra.
—Y pedirnos otro café.


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