Un bar estrecho como un buS


Una hermosa constatación antes de que termine el año


Hago un descanso en mi escritura mientras Malú, a mi lado, cose en su máquina la colección que ha diseñado para graduarse. Luego de preguntarme si su traqueteo le habrá otorgado algún ritmo a mi texto, abro mi Instagram: me aparece el volante de Santiago invitando a asistir a su primera tocada en vivo, con un cuarteto de jazz que ha formado para la ocasión. 
Su desparpajo no deja de asombrarme: ¡tiene solo dieciséis años!
Cuando lo conocí, Santiago tenía siete y era una bombarda: jamás olvidaré que ese mismo día me dio un puñetazo cuando pescó que su madre me robaba un beso.
Y aquí estoy casi diez años después, luego de una enormidad de experiencias juntos, viéndolo tocar el bajo en este escenario. 
Hace poco me enteré de que un 2 % de la población mundial nace con altas capacidades intelectuales y que algo que en teoría debería ser una bendición, muchas veces es una pesadilla. Imagínese ser un infante y procesarlo todo mucho más rápidamente que sus amigos; el eterno aburrimiento en la escuela, la horrenda sensación de jamás encajar, la extenuante búsqueda de la respuesta tras la respuesta. Es muy probable que Santiago haya sido parte de ese porcentaje o que haya estado cerca de tal espectro: aprendió a leer de muy pequeño, sin ayuda, y nunca dejó de complejizar cada situación, retando la paciencia de quienes lo rodeaban y luchando siempre contra la frustración. 
Qué feliz se le ve esta noche, sin embargo, mientras improvisa con sus compañeros en el escenario. Lo acompañan Diego Alonso Ojeda —»Tutupá»— en la batería, Rommel Salazar en los vientos y Karl Schroth con la guitarra eléctrica. Karl es un maestro de las cuerdas y es también el novio de mi segunda hija. Es decir, es cuñado de mi Malú, quien acaba de subir a cantar una canción con ellos. La aplaudo y ovaciono en este bar estrecho y abarrotado como un bus en hora punta, el mismo donde hace más de treinta años hice el ridículo porque su madre —entonces una adolescente— me había dejado por otro chico y yo terminé borrachísimo.
En realidad, aplaudo por muchas cosas. 
No solo porque Malú canta con la belleza enigmática de una aurora boreal, sino porque la colección que cosía mientras yo escribía a su lado acaba de ser galardonada en su instituto. Aplaudo porque Santiago ha encontrado un sendero en el que se siente a gusto: cómo goza mientras toca el bajo, usando un anchísimo pantalón que su abuelo dejó colgado cuando murió a inicios de año. También aclamo que Karl lo haya ayudado a estudiar para que ingresara a Música en la Universidad Católica y que haya logrado entrar en primer lugar. También celebro que mis otras dos hijas estén a mi lado, aplaudiendo a su hermana y a ese hermano intenso que la vida les ha dado. Aplaudo que Carol, mi novia, esté grabando con su celular cuanto ocurre; que sus dos hermanas y una prima querida se hayan sumado esta noche; que también estén presentes los primos colombianos de Santiago, unos chicos que quiero desde que los conocí niñitos; que Alfonsito, de catorce, se haya subido al escenario a remecernos con su guitarra bravía en un momento del jamming y que Alfonso, su padre, un bajista y lutier muy cotizado en Bogotá, asienta feliz ante toda esta energía juvenil; celebro que el papá de Santiago la esté pasando tan bien al lado nuestro, ensayando pasitos de baile; que Ignacio, el hermano mayor de Santiago que se quedó en Lima, contribuya al ambiente con su callada sensibilidad; que al final haya subido a tocar la batería Narowé, el gran amigo de mi Malú y de los hermanos de Santiago, y que todo esto haya explotado en una batahola que habría llenado de orgullo a Miles Davis, Chic Corea, Dizzie Gillespie y Charles Mingus, de quienes se han tocado varias versiones.

Y mientras aplaudo, se me enciende la tutuma.
Mi último artículo de este año aparecerá el 31 de diciembre: una fecha muy simbólica, una carga que no pedí. Se me ocurre, entonces, el tema y cómo lo remataré. A quien quiera leerme, le desearé algo de esta alegría en sus días por venir y, sobre todo, le compartiré la mejor lección que he aprendido hasta hoy: que la vida solo es plena si tejemos una red que nos sostenga con cariño. 
Suena tontamente simple, pero a veces se nos olvida: lo que nos rige en la vida es aquello que elegimos que nos rodee. Y aquí estoy con buena parte de mi elección, vibrando entre paredes estrechas, mientras unos chicos nos marcan con sus talentos el ritmo del futuro.


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8 comentarios

  1. Carlos Arenas

    «… la vida es plena solo si tejemos una telaraña que nos sostenga con cariño», tienes razón Gustavo suena simple pero ¡Que difícil de lograr! A eso deberíamos abocarnos como lo esencial en la vida. Gran mensaje amigo. Te mando un abrazo y mis deseos que esa telaraña que sostiene tu vida cada día sea más grande y fuerte. Feliz noche de Año Nuevo y un bendecido 2023 ..

    • Gustavo Rodríguez

      Carlos, tu deseo es el mejor que podría recibir.
      Un gran abrazo, ¡el afecto es de ida y vuelta!

  2. De acuerdo con la idea de una red de personas que nos sostiene, y las cuerdas de aquella son las conversaciones en los múltiples medios disponibles, los deseos de un gran año el que se viene lleno de creatividad, celebración y salud Gustavo.

    • Gustavo Rodríguez

      ¡Salud, Jorge! ¡Muchas gracias!

  3. Rodrigo

    Me suena a Jazz Zone. ¿Aún funciona?

    • Gustavo Rodríguez

      Hola, Rodrigo, fue en Delfus, en la calle San Martín.

  4. Úrsula Ávila

    «Somos el promedio de las 5 o 10 personas que nos rodean» (o algo así era el dicho). Feliz Año! aunque sea 2 de Enero! Y mañana es mi cumple vida!

    • Gustavo Rodríguez

      Feliz cumpleaños, aunque sea atrasado, Úrsula.
      ¡Buena frase!

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