El reino sin disfraz 


La remodelación de la Casa Blanca y una demolición contra la república


Cuando Estados Unidos nace como país y redacta su constitución, el mundo aún hablaba el lenguaje de los reyes. Las monarquías eran la norma, y la idea de un gobierno sin soberano parecía una quimera. Por eso el proyecto constitucional estadounidense fue, en su momento, revolucionario: proponía un orden político en el que el poder no descendía de una familia ni de una divinidad, sino que nacía del pueblo mismo.

El comienzo de la constitución lo dice todo: We the People. Tres palabras que cambiaron la gramática del poder. Por primera vez, la soberanía no emanaba de un trono ni de una herencia, sino de un plural. Era una frase de ruptura que declaraba que la autoridad venía de abajo hacia arriba. 

Pero el nacimiento de esa república vino acompañado de un temor persistente: el de que el nuevo sistema degenerara en un “reino disfrazado”. El término —usado en los propios debates constitucionales bajo expresiones como disguised monarchy o elective monarchy— resumía la ansiedad de los fundadores ante la posibilidad de que el presidente se convirtiera en un monarca de hecho, protegido por la popularidad o el poder acumulado. Desde entonces, la historia constitucional de Estados Unidos puede leerse como un largo esfuerzo por mantener a raya al reino disfrazado, construyendo límites, rituales y símbolos que impidan que la república adopte los modales de una corte.

Los fundadores sabían que la independencia no bastaba: sin límites claros, el presidente podía convertirse en un rey electo. Por eso, la Constitución se concibió como una arquitectura de frenos y contrapesos. El Poder Ejecutivo tendría un mandato limitado, estaría sujeto a supervisión del Congreso y de la justicia, y podría ser destituido mediante impeachment si abusaba de su autoridad. La alternancia y la rendición de cuentas fueron pilares del nuevo orden republicano, pensados para impedir que el poder se enquistara en una sola figura. 

Entre las medidas que apuntalaban ese ideal republicano, los redactores incluyeron una edad mínima de 35 años para postular a la presidencia. No era un detalle técnico, sino un mensaje político: se buscaba garantizar madurez y experiencia, pero también bloquear cualquier tentación de sucesión familiar. En una república, el liderazgo debía ganarse, no heredarse. 

Y hubo además un gesto simbólico que resumía todo el cambio de época: el juramento presidencial. En las monarquías, los funcionarios juraban lealtad al soberano; en Estados Unidos, el presidente prometía defender la Constitución. Ese desplazamiento —del rey a la ley— condensaba la revolución republicana: la fidelidad ya no era hacia una persona, sino hacia un principio.

Cuando uno visita Washington D. C., descubre que ese principio también se hizo piedra. La arquitectura de la capital fue concebida como una extensión del proyecto republicano: cada avenida, cada fachada, debía recordarle al ciudadano que el poder pertenece al pueblo y que ningún gobernante está por encima de la ley.

La Casa Blanca, por ejemplo, no fue pensada como un palacio. James Hoban, su arquitecto, tomó como referencia modelos neoclásicos europeos, pero despojó el edificio de los signos monárquicos: no hay torres ni coronas, ni salas de trono. Es una residencia civil, funcional, de escala humana. Su fachada es sobria, su ornamentación limitada. Incluso su nombre lo dice todo: una casa, no un palacio.

El diseño expresaba una convicción política. En una república, el presidente debía ser un ciudadano más, no un soberano rodeado de pompa. La modestia arquitectónica era, en realidad, un manifiesto ideológico: el poder se ejerce, no se exhibe. A diferencia de los palacios de gobierno que pueblan América Latina —herencia directa de los virreinatos y del gusto imperial—, la Casa Blanca no busca impresionar ni intimidar. Es, por contraste, un espacio de tránsito, donde el inquilino cambia pero las instituciones permanecen.

El Capitolio, en cambio, ocupa el punto más alto de la ciudad. Su cúpula domina el horizonte y sus escalinatas amplias parecen diseñadas para invitar al debate público. Allí reside el Poder Legislativo, el lugar donde el pueblo se expresa a través de sus representantes. En el mapa urbano, como en el diseño constitucional, la jerarquía es clara: la ley por encima del líder, la deliberación sobre la voluntad individual.

Más de dos siglos después, la advertencia de los fundadores vuelve a resonar. En su segundo mandato, Donald Trump ha emprendido una transformación del poder presidencial que no solo desafía las normas republicanas: las derriba, literalmente, con maquinaria pesada.

Hace pocos días ordenó demoler el Ala Este de la Casa Blanca, una estructura de 123 años de historia, para construir un salón de baile de 90 mil pies cuadrados y 300 millones de dólares. El Ala Este, que había sido la puerta por donde ingresaban los visitantes e invitados desapareció, junto con el jardín de Jacqueline Kennedy.

Ese gesto arquitectónico condensa su forma de entender la autoridad. Trump siempre ha concebido el poder no como una función de representación, sino como una extensión personal de su voluntad y como herramienta para asegurar el culto a su persona. Su desprecio por la prensa libre, el abuso de las órdenes ejecutivas, su lenguaje de amenaza contra los opositores, la subordinación total de su partido y la purga de funcionarios para reemplazarlos con una corte de incondicionales forman parte del mismo impulso.

La escena tiene un valor casi teatral: el presidente que derriba parte de la casa para convertirla en un palacio. Allí donde los fundadores imaginaron una residencia modesta, Trump erige un monumento a sí mismo. En lugar de la escala humana, el exceso; en lugar del servicio público, la ostentación. Su ballroom, además de ser un espacio para la celebración, es una declaración estética de poder, una reversión simbólica del proyecto republicano. Trump entiende el ejercicio de gobierno más desde el Palacio de Versalles que desde la Casa Blanca.

Para Trump, el reino ha llegado. Y no necesita disfraz. 


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