Sobre Los asesinos de la Luna y el inagotable abuso de los pueblos originarios
Alejandro Neyra es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos Ilustres, Peruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.
A veces las naciones tienen historias que pueden ser contadas a través de la vida de uno de sus miembros. En Los asesinos de la Luna: Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, la gran investigación del periodista David Grann, se narra buena parte de la biografía de Mollie Burkhart, quien fuera testigo de cómo su familia y muchos de sus hermanos de la etnia osage terminaron siendo asesinados en Oklahoma. (No exactamente spoilers, pero esta columna puede revelar algunos datos relacionados con la esperada nueva película de Martin Scorsese).
A través de la vida de Mollie nos enteramos de que originalmente los osage fueron un pueblo asentado entre Virginia y las Carolinas, pero que tras la colonización de la costa este de lo que se convertiría en los Estados Unidos se desplazaron hasta la meseta de Ozark y los valles del centro del continente norteamericano. A lo largo de los años, como guerreros participaron en numerosos conflictos contra los españoles de Luisiana, contra los ingleses, e incluso contra los confederados y los unionistas —algunos jefes tomaron partido por bandos opuestos durante la guerra civil—. Eran batallas por otras causas pero, sobre todo, en defensa de ellos mismos. Hartos de ser perseguidos y arrinconados se instalaron en Oklahoma, un lugar agreste en el que pensaron que encontrarían sosiego y mantendrían alejados a los hombres blancos que parecía querer siempre todo lo que les pertenecía.
Con el siglo XX los campos eriazos que los albergaban fueron cubiertos por maquinarias pesadas y comenzaron a llenarse de grandes torres que señalaban la presencia de pozos de profundidad. Los osage se habían asentado sobre yacimientos llenos de petróleo. La suerte quiso que sus territorios y las ciudades que se levantaron en ellos, como Pawhuska, se convirtieran en los más ricos del país. Aquello parecía una bendición de sus divinidades, pero pronto se convirtió en tragedia para los hombres.
La filosofía capitalista de los Estados Unidos propició que quienes tenían poder ―y sobre todo avaricia― dictaran medidas para hacerse del dinero que debía corresponder por derecho a los osage. Si bien es cierto que algunos miembros de dicha comunidad construyeron mansiones, compraron autos modernos y se beneficiaron de parte de las regalías de los negocios que por millones de dólares hacían las compañías petroleras, poco a poco se crearon figuras legales para que estos contaran con guardianes que administraran sus negocios. Lo peor es que, como podemos leer en el libro de Grann, los maltratos no fueron únicamente legales.
Entre 1921 y 1925, un tiempo conocido como el ‘reino del terror’, unos sesenta osage fueron asesinados, incluyendo las hermanas y la madre de Mollie Burkhart. Por disparo a sangre fría, envenenamiento o explosión: los matadores no escatimaban medios. Los casos se fueron acumulando de tal forma que en Washington D.C. se vieron casi obligados a crear la Agencia Federal de Investigaciones —el famoso FBI, a cargo de un joven J. Edgar Hoover, quien permanecería por décadas como su jefe—. Esta sería la primera organización con autoridad nacional; es decir, podía resolver crímenes en cualquier parte del país, utilizando por primera vez, además, métodos científicos que no estaban disponibles para los policías y sheriffs que seguían los casos en cada localidad.
A lo largo del libro vamos comprendiendo que las muertes no solo no fueron coincidentes, sino que su espectro se extendió a niveles nunca antes vistos, todo explicado casi exclusivamente por el deseo de tener más dinero de unos cuantos hombres blancos, que incluso haciéndose pasar como protectores y amigos de la nación osage veían a sus miembros como seres humanos inferiores, cuando no como animales. Si bien hay una historia de éxito sobre las investigaciones principales del FBI que lograron identificar a los responsables directos y mediatos de los asesinatos de los que fue víctima la familia Burkhart, pronto nos damos cuenta de que los alcances de estas no cubrieron más que una pequeña parte de una época de espanto para los nativos.
En los próximos días se estrenará la película de Scorsese basada en este libro, con un reparto inmejorable. El cine a veces permite dar otra dimensión a las historias. En este caso solo queda esperar que, incluso más que justicia, los osage encuentren respeto, ese que en distintas partes del mundo aún falta para los pueblos originarios —y que en Perú lamentablemente podemos asociar con mafias de narcotráfico, tala o minería ilegal; o con muertes de líderes indígenas olvidadas y pocas veces esclarecidas—. Para empezar a hacerlo quizá sea bueno leer lo que los osage mismos dicen sobre la película y su participación en ella, algo sin duda encomiable. Una frase lo resume bien: “No somos una reliquia. Somos una nación soberana que sigue floreciendo”.
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