Tras las últimas explicaciones de Dina Boluarte, también brillan las taras de estos tiempos
Hace unos días, luego de escuchar a Dina Boluarte contradecir una vez más su versión sobre cómo aparecieron lujosos relojes en su muñeca desde que es presidenta, me impresionó tanto el cinismo de su nueva excusa —que su amigo el gobernador de Ayacucho se los había prestado— que colgué esta publicación en las redes sociales:
—¡Feliz cumpleaños!
—Qué generoso, ¡un Rolex!
—Es un préstamo: úselo durante un año, presidenta, y luego me lo devuelve.
Así de cojudos nos consideran.
Este diálogo ficticio se viralizó ampliamente y no me cuesta mucho imaginar la razón: una sociedad golpeada puede tolerar la corrupción tal como se tolera el nitrógeno en la atmósfera, pero lo que no puede aguantar es que quieran agarrarla de estúpida.
Existen otras razones, por supuesto.
Por ejemplo, que la presidenta Boluarte fue pasada por alto cuando el don del carisma fue repartido por el mundo, y esto lo deben aceptar incluso aquellos que miran de soslayo que su gobierno cargue a cuesta con cincuenta muertes de ciudadanos peruanos en protestas, y ninguno con antecedentes de terrorismo, como se quiso hacer creer. Admitámoslo: Boluarte tendría que emanar una simpatía extraordinaria para que, siendo una mujer nacida en Apurímac y que usa el quechua como comodín político, cayera bien entre sus paisanos su excusa de que hay que cubrirse con marcas de lujo para representar bien a su país, cuando bien se sabe que lo que hace quedar bien a un mandatario entre sus pares son sus logros de gestión y la admiración de sus gobernados, algo que la resguardada señora Boluarte está muy lejos de ostentar como sus joyas.
Confieso, sin embargo, que aunque mi instinto me decía que mi publicación podía generar cierto respaldo, cada vez me resulta más difícil acostumbrarme a la óptica de los monoenfocados.
Por ejemplo, un internauta me respondió esto: «Cojudo eres tú, que votaste por ella».
En el Perú el voto es secreto y no creo haber anunciado en público por quién votaría en los lustros precedentes, sencillamente porque no creo que le sería relevante a nadie. No obstante, hagamos un ejercicio de imaginación: en el hipotético caso de que yo hubiera votado por la plancha presidencial que integró la señora Boluarte, ¿cuál es el pecado de haber votado por un político que luego te decepciona? ¿No ha sido esa acaso la constante de nuestra historia política? ¿Le diríamos lo mismo a quien elige un restaurante y sale a criticarlo decepcionado tras un mal servicio? No faltará quien, ilusionado con mostrar agudeza, podría refutarme: “pero se te advirtió que ese restaurante era malo”. Y yo le respondería: ¿no lo eran todos?
Ya se van cumpliendo décadas desde que los partidos políticos han dejado de ser agentes con ideología que intermediaban entre la población y el gobierno, para convertirse en fachadas al servicio de las mafias: ¿no nos ha llevado este patrón a elegir cada vez más seguido entre candidatos seriamente cuestionados? Ya va siendo hora, quizá, de dejar de cargarle toda la responsabilidad de las autoridades y representantes que elegimos al pobre elector peruano, a quien gente supuestamente educada tilda de bruto, cuando el problema está claramente en la oferta de candidatos y no en lo que demanda la ciudadanía.
Y sería hora, tal vez, de cortar por lo sano a quien quiera preguntarte por quién vas a votar: ¿A ti qué te importa?
Pero ya que estoy en plan de desahogo, confieso también que, entre la minoría de respuestas adversas, hubo una que me puso algo más agrio el ánimo: «Si tanto te molesta Boluarte, ¿por qué hiciste campaña por ella?».
Puedo entender la ligereza de que alguien dé por hecho cómo votó un compatriota debido a que muchas veces nuestra mente, equivocada o no, simplifica la realidad para colocarnos en bandos o cajoncitos. Pero inventarse actividades proselitistas donde a lo mucho ha habido una suspicacia pasiva roza con el delirio.
Recuerdo que durante las elecciones presidenciales de 2021, el escritor español Hernán Migoya reaccionó carcajeante a un artículo en el que describí a Pedro Castillo —a quien Boluarte acompañaba como vicepresidenta—, como un personaje muy limitado.
Nunca podría hacerle campaña a alguien así, aunque sí podría otorgarle un temporal beneficio de la duda. Es la regla de una democracia sana hacerlo, e incluso me parece saludable desear éxitos y sabiduría si es que el candidato que no nos gusta termina por gestionar los destinos del país. La política da muchas sorpresas: los autoritarios que defienden la intangibilidad del mercado por sobre otros factores y que añoran sin matices a aquel Fujimori que fue candidato en 1990 hoy olvidan, debido a su entusiasmo, que frente a Varga Llosa, el candidato nikkei les parecía un lamentable improvisado en términos de retórica y conocimientos. Es curioso recordar cómo luego, tras haber llorado la derrota del escritor luego premiado por el Nobel, encumbraron luego al chinito al altar de sus simpatías.
Pero volviendo a mi jamás expresada simpatía por Boluarte: ¿haber sido crítico de Keiko Fujimori y señalarla como la principal responsable de nuestro más reciente tramo de debacle política me convierte automáticamente en un simpatizante de sus adversarios? De verdad: ¿no haber alentado a votar por ella me convierte en alguien que hizo campaña por Castillo y Boluarte? A quienes piensan así, es probable que el televisor se les haya averiado muy de niños, cuando las series nos presentaban a los héroes vestidos de blanco y a los villanos de negro. O, siendo más realistas, que no hayan tenido mentores que les hayan explicado las contradicciones y vidas dudosas de los grandes personajes de la historia. Y que mucho menos hayan absorbido desde pequeños la literatura que se aleja del maniqueísmo.
No solo se ostentan joyas, como las redes lo demuestran en estos tiempos: también se pavonean la ignorancia y la oligofrenia.
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Así es, y es difícil encontrar una salida a esta confrontación irracional e insana! Cada uno va con su agenda y su narrativa, sin un ápice de apertura para escuchar, entender al otro, sin un ápice de empatía! Y los políticos enredados en salvarse de sus fechorías y proteger corruptos, o simplemente usando su poder, el
que le entregaron los Peruan@s para proteger sus interés muy personales y hasta ilícitos, aliados en una coalición maligna, y nuestro Peru sigue cayendo al abismo.
Lo usual, por desgracia. Perú eligiendo en democracia, casi siempre, al «mal menor».
Millones eligieron a Toledo para evitar a Alan, eligieron a Alan para evitar a Ollanta, votaron por Ollanta para evitar a Keiko, eligieron a PPK para (de nuevo) evitar a Keiko… y otra vez votaron por Castillo en el afán de evitar a Keiko como quien huye de la radiactividad.
Y de nuevo, tiempo después, los votantes recuerdan que apenas votaron por «el menos malo», sin entusiasmo, que su única alegría fue la derrota del rival de turno, pero acogieron con apático silencio el triunfo de «su» candidato. Los más emotivos, quizá caigan después en la peruanísima novelería de llamar después «traidor» al que nunca les ofreció lealtad.
Recuerdo, en mi adolescencia, la campaña de 1990 a mi familia, de izquierda tradicional, sintiéndose forzada a elegir al «chinito» de «honradez, tecnología y trabajo». Un fulano de lentes, unido a iglesias evangélicas… con un perfil rechazable por veteranos del PSR o UNIR, pero «con tal que no gane la derecha», se debía aceptar. Al alivio temporal de padres y tíos siguió el horror y la decepción con la primera privatización… allí conocí la peruana novelería de llamar «traidor» al que nunca ofreció lealtad. Y cómo -viceversa- quienes lamentaban el triunfo del «chinito» se tornaban sus más firmes defensores años después.
Confieso que la ultima vez que voté a un candidato fue el 2001, sí, al que ganó ese año. Y confieso que mi motor esencial fue el triste recuerdo de la inflación y los «balconazos». Desde allí opté por anular mi voto, con las consiguientes censuras amicales-familiares de siempre («por tu culpa seremos Venezuela», «serás cómplice de la mafia»)… hasta que el afán de reduccionismo y maniqueismo tan peruanos empiezan a aflorar, mas por miedo a la siguiente elección que por sincera convicción democrática.