Necropolítica, o las etiquetas que el Estado pone para matar

Macarena Moscoso Barrio es antropóloga visual e investigadora principal del Instituto de Estudios Peruanos. Especializada en educación, con amplia experiencia en investigación etnográfica, evaluación de programas educativos y prácticas pedagógicas en escuelas públicas peruanas. Desde la antropología visual, analiza las dinámicas de género, turismo y la tensión entre tradición y modernidad.
Una embarcación civil navega por aguas del Caribe. En cuestión de minutos, un ataque militar estadounidense la reduce a escombros flotantes. Las víctimas: civiles venezolanos. La justificación: el combate al narcotráfico. La evidencia de que transportaban drogas: ninguna. Pero la etiqueta ya fue colocada, y con ella, la sentencia. Estos cuerpos, marcados discursivamente como «narcoterroristas», dejaron de ser vidas para convertirse en daños colaterales aceptables de una guerra que nunca fue declarada. La pregunta que emerge de estos escombros es tan antigua como brutal: ¿qué hace que un cuerpo valga más que otro?
Desde las ciencias sociales, sabemos que el cuerpo nunca ha sido simplemente carne y hueso. Como nos enseñaron Marcel Mauss y Pierre Bourdieu, el cuerpo es un espacio donde se inscriben las relaciones de poder, un texto vivo donde la sociedad escribe sus jerarquías, sus dominaciones, sus exclusiones. No existe «el cuerpo natural»; lo que existe son cuerpos situados, atravesados por la historia, la cultura y, sobre todo, por las decisiones políticas sobre quién merece protección y quién puede ser eliminado sin consecuencias.
El filósofo camerunés Achille Mbembe acuñó el término «necropolítica» para describir precisamente esto: el poder soberano de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Más allá de la biopolítica foucaultiana que administra la vida de las poblaciones, la necropolítica opera en el registro de la muerte legitimada, creando zonas donde ciertos cuerpos pueden ser eliminados sin que esto constituya un crimen. El Estado moderno no solo regula la vida; también manufactura la muerte aceptable.
Y lo hace mediante un mecanismo tan simple como letal: las etiquetas. «Terrorista», «narcoterrorista», «delincuente», «miliciano rebelde». Estas palabras no son meras descripciones; son sentencias de muerte disfrazadas de categorías jurídicas. Son el sortilegio contemporáneo que transforma a personas en objetivos, a ciudadanos en enemigos, a vidas en estadísticas.
Observemos el patrón que se repite con escalofriante consistencia a través de geografías diversas. En Perú, las protestas de los últimos tres años han dejado al menos 50 muertos por represión policial. El caso de Eduardo Ruiz en octubre de 2025 lo confirma: la respuesta oficial apeló a la «lucha contra la delincuencia» y el «control del orden» para legitimar la violencia contra manifestantes.
En Ecuador, tras motines carcelarios y fugas, el presidente Noboa despliega el mismo vocabulario: «narcoterroristas» que justifican el uso de fuerza letal. El discurso presidencial traza una línea nítida entre los «ciudadanos de bien» y estos cuerpos criminalizados que pueden ser objeto de violencia estatal sin mayores miramientos. La cárcel se convierte en laboratorio de esta necropolítica.
En Río de Janeiro, la narrativa es casi idéntica: operaciones policiales definidas como «de guerra» contra poblaciones enteras de favelas, estigmatizadas como territorios del narcoterrorismo. La militarización de la seguridad pública, con drones y cámaras corporales que documentan la muerte en tiempo real, convierte sectores populares enteros en zonas de excepción. Los cuerpos negros y pobres de las favelas cariocas son leídos como amenazas per se, marcados desde el nacimiento para la necropolítica.
Palestina ofrece quizás el ejemplo más brutal de esta economía política de los cuerpos: Israel mata a civiles palestinos, incluyendo niños, bajo la excusa del antiterrorismo. Los bombardeos sistemáticos sobre Gaza, las operaciones militares que arrasan vecindarios enteros, se justifican siempre con la misma narrativa: «combatir a Hamas», «neutralizar terroristas». Pero los cuerpos que caen son, en su mayoría, civiles. Niños palestinos son categorizados póstumamente como «daño colateral» en una guerra que transforma cada cuerpo palestino en sospechoso.
Sudán completa este mapa global de la muerte administrada: asesinatos masivos justificados mediante la misma alquimia verbal que convierte víctimas en «milicianos rebeldes» o «terroristas». El gobierno y los grupos armados compiten por el monopolio de la violencia legítima, pero coinciden en el método: deshumanizar para justificar la represión.
Lo que atraviesa todos estos casos es una lógica común: las etiquetas operan como tecnologías de poder que transforma sujetos políticos en vida desnuda, en cuerpos que pueden ser eliminados sin que su muerte constituya un homicidio en sentido pleno. El discurso sobre la seguridad contemporáneo, con su obsesión por el terrorismo y el narcotráfico, ha creado un marco jurídico-político donde la violencia de Estado encuentra legitimación permanente.
Pero hay algo más profundo operando aquí. Esta necropolítica no es arbitraria; tiene su geografía, su racialización, su clase social. Los cuerpos marcados para la muerte son sistemáticamente cuerpos racializados, empobrecidos, periféricos. Son los cuerpos del Sur Global, los cuerpos que habitan los márgenes tanto geográficos como sociales. La necropolítica contemporánea es inseparable del colonialismo, del racismo estructural, de la desigualdad económica que produce vidas precarizadas desde su origen.
Desde la Antropología, nuestra tarea es desmontar estas narrativas deshumanizadoras, revelar los mecanismos mediante los cuales el poder construye jerarquías de vidas. Nombrar la necropolítica es ya un acto de resistencia, porque hace visible lo que el discurso oficial intenta naturalizar: que hay muertes que importan y muertes que no, que hay duelos públicos y duelos prohibidos, que hay víctimas reconocidas y cuerpos descartables.
La pregunta que nos queda es ética y política: ¿qué tipo de sociedad construimos cuando aceptamos que ciertos cuerpos puedan ser eliminados sin consecuencias? ¿Qué nos dice de nuestro presente que la palabra «terrorista» baste para suspender el derecho humano más fundamental? La antropología del cuerpo nos recuerda que toda vida es una construcción social, pero también nos obliga a insistir en que ninguna vida debería ser construida como desechable. Resistir la necropolítica es, en último término, insistir en que todos los cuerpos importan, incluso y especialmente aquellos que el poder marca para la muerte.
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