Korina y Piedad


¿En qué momento las mujeres dejamos de ser dueñas de nuestros cuerpos?


Se llama Korina Rivadeneira. Es modelo y conductora, y la semana pasada decidió ir con unas amigas a “El circo de los dioses” a divertirse. El espectáculo incluía la aparición de un grupo de hombres fornidos que interactuaban de manera algo atrevida con el público. Un típico show subido de tono, de esos que arrancan risas nerviosas y no mucho más. A Korina la invitaron a subir al escenario, y ella, con ciertos reparos, decidió seguirle la cuerda a los bailarines. La pasaban de mano en mano y, a medida que los movimientos se volvían más atrevidos, ella, visiblemente incómoda, decidió zafarse y regresar a su asiento. Fue entonces, mientras les daba la espalda, que uno de los hombres —en una grotesca señal de protesta— estiró la mano y le agarró el poto. La furia y el desconcierto de la modelo fueron evidentes, pero el sujeto siguió bailando como si nada.

Las consecuencias de este acto asqueroso ya las sabemos: las imágenes se hicieron virales, la municipalidad de Surco clausuró el circo, y el agresor tiene que enfrentar una denuncia por tocamientos indebidos. Hasta ahí, todo bien. Algo hemos avanzado: un manoseo ya no se pasa por agua tibia. Pero lo que me interesa analizar es lo que está detrás de este episodio.

Me refiero a la agotadora constatación de que el cuerpo de una mujer nunca es del todo suyo. Vivimos en un mundo donde las mujeres seguimos siendo tratadas como territorio disponible: nuestros cuerpos se miran, se juzgan, se comentan, se tocan. Salimos a la calle sabiendo que nos esperan miradas lascivas; subimos a un bus sabiendo que alguien podría pegársenos sin permiso; habitamos nuestros días conscientes de que nuestra apariencia será motivo de escrutinio: se evaluará nuestro peso, se debatirá sobre nuestras arrugas, se comentará el largo de nuestras canas.

Leyendo La mujer incierta de la autora colombiana Piedad Bonnett, unas maravillosas memorias en las que la autora nos va relatando su paso por esta vida, descubro la cantidad de veces que su cuerpo ha sido violentado: ha huido de hombres que se masturbaban en frente de ella de niña y de adulta, ha crecido angustiada por su peso porque siempre comió por ansiedad, y ha tenido que esquivar insinuaciones incómodas de compañeros de trabajo, como la de un jefe que la fue a visitar cuando acababa de dar a luz y se metió sin su consentimiento al cuarto en el que ella le daba de lactar a su hijo, sin ocultar su excitación. ¿Ha sido acaso la vida de Piedad extraordinaria? ¿Ha estado expuesta por su oficio a situaciones especialmente riesgosas o comprometedoras? Nada de eso, hablamos de una escritora que nunca ha vivido de su belleza, cuyo día a día ha sido básicamente normal; que no tuvo que bailar con musculosos en un circo ni modelar cortas minifaldas, y es que nada de eso es determinante ni importante, El único pecado que Piedad y Korina cometieron fue el de ser mujeres. Con eso sobra y basta para que alguien se crea con derecho a estirar la mano y tocarnos sin permiso. 


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