El cuerpo nunca olvida la violencia que nos ha rodeado

Gunter Silva es licenciado en Artes y Humanidades, con una maestría en Literatura y Creatividad Literaria de la Universidad de Westminster. Su obra literaria incluye el libro de relatos Crónicas de Londres (Lima, 2012), la novela Pasos Pesados (Lima, 2016), El Baile de los vencidos (Buenos Aires, 2022) y Neutrino, cuaderno de navegación (Lima, 2024). A pesar de haber vivido en diversos lugares, mantiene una conexión profunda con su ciudad natal, La Merced, una urbe vibrante y selvática que, aunque lejana, sigue viva en su interior.
I. El camino
El camino hacia Villarrica era largo. Mi madre había dicho que sería fácil, pero no mencionó las curvas, ni el polvo, ni al hombre colgado en el poste.
Habíamos prometido visitar a mi abuela aprovechando las vacaciones escolares. La camioneta avanzaba lenta por la tierra rojiza, arcillosa, mientras el bosque se cerraba a nuestro alrededor como una trampa. Yo intentaba dormir para no marearme. Afuera, los árboles se alzaban como sombras, y el cielo apenas se asomaba entre las hojas. El motor rugía, apagando las voces de los adultos.
El chofer frenó de pronto. Algo bloqueaba la ruta. Todos callaron. El silencio que siguió no era como el de las noches en casa: era un silencio denso, inamovible. Mamá me tomó del brazo, pero me solté y miré por la ventana.
Estaba ahí. Colgado del poste donde solía ondear la bandera en las fiestas patrias. Un hombre, o lo que quedaba de él. Tenía el cuello abierto como una boca que ya no podía gritar. La sangre estaba seca y pegada a su cuerpo. Las manos, atadas a la espalda. Los pies, descalzos, apenas se mecían con el viento.
El chofer murmuró: Sendero Luminoso. Nadie respondió. Mamá trató de taparme los ojos, pero ya era tarde. El nudo en mi estómago no se fue con los caramelos de limón que solían evitar los mareos. Abrí la puerta y vomité. La cara del hombre colgaba hacia un lado, como si aún intentara entender por qué lo habían hecho.
Había un cartel escrito con pintura roja que chorreaba. No lo entendí, era muy chico. Pero no hacía falta. Los pobladores lo miraban como si estuvieran frente a un Cristo crucificado, sin atreverse a bajarlo. Los adultos discutieron en voz baja, como si el muerto pudiera oírlos. Querían dar la vuelta, pero el camino era angosto y el miedo más ancho que el río que rodeaba el caserío. Avanzamos despacio, bordeando a los hombres y mujeres con cuidado.
Solo yo volví a mirar la escena.
En la camioneta nadie hablaba. Mamá me abrazó fuerte. Sus manos estaban frías como el mármol de una iglesia. Afuera, el bosque seguía hermoso, vibrante. Pero algo se había roto en mí, aunque no supiera aún qué.
II. Londres
Años después, en Londres, lejos del terrorismo, la corrupción y la crisis económica; la violencia regresó. No con armas, sino en forma de enfermedad: una condición genética, incurable, silenciosa. Cada día es una carrera muda contra el dolor, que se cuela por todas partes. Los opioides prometen alivio, pero se disuelven como mentiras viejas. Sin embargo, el tiempo sigue, implacable.
El diagnóstico llegó en una sala blanca, dividida por cortinas azules. El doctor me lo dijo con una voz tan neutral que parecía leer un libreto repetido mil veces. Me enviarían a una clínica especializada. El doctor buscaba su bolígrafo, mientras yo buscaba un sentido.
¿Cómo te sientes?, me preguntó.
Como una mierda, respondí.
Es normal. Si hubieras dicho otra cosa, me habría preocupado.
He perdido nueve kilos. Pero no es lo único que se ha reducido: también mi capacidad de sostenerme. Me afeito frente al espejo y no me reconozco. Recuerdo al Cristo de la cripta de mi colegio: costillas visibles, mirada caída, piel transparente. Reconozco sus huesos en los míos. La delgadez, la expresión derrotada. No me parezco a mí. Me parezco a él.
A veces, siento que me dormí en un vagón de tren y desperté en un país desconocido, en una lengua ajena, dentro de un cuerpo que no es mío. Mi reflejo me observa como un extraño. Me quiere advertir algo que aún no comprendo. Las manos me tiemblan. Y de pronto, soy otra vez el niño que viaja por la selva peruana, descubriendo la muerte en el rostro colgado de un poste. Aquella violencia, que recuerdo lejana, volvió. No en forma de fusiles, sino en el derrumbe lento del cuerpo.
Todo pesa: la memoria, el silencio, el espejo. Solo mi cuerpo parece flotar, como un cosmonauta disolviéndose en la nada.
III. Jane
Conocí a Jane en los pasillos estrechos de la clínica. Éramos parte de un grupo peculiar: diez personas con la misma enfermedad renal, cada una esperando un órgano como quien espera lluvia en el desierto. Hombres, mujeres, jóvenes, viejos. Nos unía algo más profundo que la sangre: una conciencia compartida de que el tiempo ya no se contaba en años, sino en funciones y niveles que colapsaban.
Antes de la pandemia, nos reuníamos en un café, a orillas del Támesis. Allí, entre risas nerviosas, hablábamos de tratamientos como otros hablan del clima. Era nuestra forma de defendernos de la muerte.
Luego llegó la pandemia. Nos quitó a ocho. Ocho. No sé cómo describir esa pérdida. Ahora solo quedamos Jane y yo. Un dúo tambaleante. A veces paso por el café. Las sillas están vacías, las mismas muchachas detrás del mostrador. Me siento como un soldado perdido en su propio campo de batalla.
Jane se mudó al norte del país. Un día me llamó:
Mi hija ha heredado la enfermedad. Tiene quistes en ambos riñones, uno de 30 x 24 mm. Yo heredé esto de mi padre, pero nunca supe qué era hasta que ya era tarde. Ahora siento culpa. No por haberme enfermado, sino por haberla arrastrado a esto.
Se detuvo, la escuché suspirar rápidamente. Luego añadió:
Es extraño, nunca culpé a mi padre por pasármela. Lamentablemente, no puedo cambiar la situación, así que ahora entiendo que mi papel es mostrarle a mi hija que no debemos tener miedo. He decidido responder todas las preguntas que ella tenga de manera honesta, pero nunca dejaré que vea cuánto me afecta esto, lo horrible que encuentro la diálisis, la tentación constante del suicidio o lo agotada que me siento.
Quise decirle que su hija tiene un pulso firme en ella. Que es una mujer admirable. Que resistir, aunque sea calladamente, es un acto heroico. Pero no pude. Solo logro decir: una herencia dolorosa.
IV. Las manos
La palabra inglesa ill, antes de referirse a cuerpos enfermos, nombraba caminos torcidos, almas en pena. Algo malo. Luego su significado cambió, porque el dolor se volvió parte del cuerpo. I’m ill, le digo a mi jefe para justificar mi ausencia en el trabajo. Una frase tan corta que no alcanza a nombrar lo que duele.
Recuerdo un texto de Roberto Bolaño: Literatura + enfermedad = enfermedad. Él también había huido de la violencia, de una dictadura militar de derechas, no de una guerra subversiva. También despertó en un país ajeno, en un cuerpo que empezaba a fallar.
Cuenta que su doctora le explicó que tenía un sesenta por ciento de probabilidad de sobrevivir a un trasplante de hígado. Bolaño protestó.
Eso es muy poco, dijo.
En política, es mayoría absoluta, le respondió ella.
Entonces le pidió que hiciera una prueba: debía extender sus manos, con los dedos hacia arriba. Cuando ya no puedas hacerlo, dijo la doctora, significará que la enfermedad ha avanzado demasiado.
Bolaño empezó a hacerlo cada día. Donde fuera, extendía las manos frente a su rostro. Miraba sus dedos, sus nudillos, sus uñas. No sabía qué haría el día que ya no pudiera mantenerlos firmes. Todos sabemos que el hígado que necesitaba con urgencia nunca llegó y que falleció en un hospital de Barcelona, esperándolo. Pienso en Bolaño y pienso en todos los que esperan un órgano para seguir viviendo, en las enfermeras que sostienen el mundo, en las madres que siguen buscando los huesos de sus hijos. En los cuerpos que se curan, pero no olvidan.
Por otro lado, ese gesto, tan simple y tan íntimo, también me persigue. Extender las manos no es solo una prueba. Es una forma de resistencia. Medir el deterioro y, aun así, seguir adelante. Extender los dedos es apostar por la vida, como quien lanza los dados sabiendo que cada giro disuelve un pedazo de eternidad.
Yo también lo hago, sin saber cuándo empecé. Al despertar, frente al espejo, si estoy una temporada en la clínica, frente a la enfermera de turno. Extiendo las manos, los dedos apuntando al infinito.
Las observo.
Tiemblo.
Sigo.
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