Un vistazo al pasado nos recuerda la importancia de reconocer nuestra interculturalidad
Usted no necesita que yo se lo repita. El Perú ha sido y es un país profundamente desigual, de grandes brechas de acceso a derechos y oportunidades, de profundas brechas educativas, de grandes brechas salariales. Un país donde las oportunidades están mayoritariamente concentradas en Lima y donde los procesos colonizadores se siguen ejerciendo sobre millones de ciudadanos en el día a día. En este contexto, se supone, nuestro Estado está obligado a adoptar el enfoque de interculturalidad: es decir, que en los procesos de intercambio, diálogo y aprendizaje entre todos y todas se aspire a la equidad entre los diversos grupos étnico-raciales y culturales que hacen parte de nuestro país. Que comparten un espacio-ciudad, a partir de la valoración positiva de sus diferencias.
Recordaba más temprano una actividad en la que participé hace un tiempo sobre ciudades inclusivas. Una de las preguntas que me transfirieron fue: ¿cuáles son los desafíos de la incorporación del enfoque intercultural en las políticas y en las dinámicas sociales de una ciudad como Lima? Y me vino a la mente una idea que aterrizó en la mesa de discusión bastante rápido, no por cuenta mía, por cierto: recordar que los niños, los adultos mayores, las personas en situación de discapacidad, las mujeres, los migrantes y las personas sin hogar han estado históricamente “confinados”, excluidos de la vida pública.
Me gustó mucho la formulación de la idea porque me hizo pensar en la ciudad de Lima y su configuración social y política desde su formación originaria. Pensé en lo que se llamó el pueblo de Santiago del Cercado, que era el área amurallada donde se permitía vivir a las personas indígenas que servían en la ciudad de Lima durante el virreinato. Esta era un área que tenía su propio hospital, su propia escuela y una sola puerta de ingreso y de salida hasta que los muros cayeron en 1677. En aquel tiempo, los afrodescendientes vivían en los corralones cercados en Malambo, en el barrio de San Lázaro, lo que hoy es el Rímac. Por entonces, teníamos la republica de indios, la republica de españoles y, dentro de esta, los africanos regidos por el código negrero. Todos amurallados o cercados de alguna manera.
No se perdía en mí la ironía de que los limeños no hemos dejado de estar “cercados”. Mucho más recientemente podemos pensar en nuestros muros de la vergüenza, las urbanizaciones y parques enrejados, las playas (que legalmente son espacios de uso público) donde ciertas poblaciones son prohibidas de acceder, o la creación discursiva de una Lima moderna versus una Lima rural, y otras tantas imágenes, reales y simbólicas, que marcan distancias bastante certeras entre los unos y los otros. Que colocan un cerco entre unos y “los otros.”
La pandemia también nos brindó ejemplos. Se me ocurre el uso de la plaza de Acho, símbolo de opulencia en la Ciudad de los Reyes, cuando fue utilizada para albergar a personas en situación de calle y la respuesta social tan visceral que esta medida de protección ocasionó en su momento en ciertos sectores de la población. Pero también, la diferencia entre las “personas decentes” que debían salir de su casa durante la pandemia y “los ignorantes” o “desconsiderados” que eran criminalizados por estar en la calle, precisamente cuando la calle era su lugar de trabajo.
La interculturalidad en nuestro país, desde su incipiente desarrollo técnico y lo que debe significar en el contexto de las políticas de inclusión, no suele pensarse desde el espacio público o desde la mirada de quienes habitan las ciudades, dónde y por qué. En contextos como el actual, toca anclar esta mirada en territorios que en ocasiones pueden volverse contenciosos a partir de estas relaciones, como es el caso de la ciudad de Lima.
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