Historias de contraste entre la India antigua y la contemporánea
Esta semana seguí mi viaje por el estado más turístico de la India. Situado en el noroeste del país, se caracteriza por estar lleno de fuertes y palacios, vestigios del gran poder que en algún momento tuvieron los príncipes conocidos como maharajás. Si bien el monumento más icónico del subcontinente es, sin duda, el Taj Mahal —una hermosa tumba hecha de mármol por un viudo desconsolado—, muchas de las bellezas más recordadas y visitadas se encuentran en esta región de la India.
Hicimos el viaje por tierra, con un simpático chofer con el que nos entendíamos con las justas y que nos llevó por las carreteras rurales que separan las ciudades de esta región, en viajes de entre cinco y siete horas. Nos concentramos en Jaipur, Jodhpur y Udaipur, conocidas respectivamente como la Ciudad Rosa, la Ciudad Azul y la Ciudad de los Lagos. Las tres tienen hasta hoy príncipes y familias reales que mantienen parte de su estatus y su riqueza. Dos cosas llaman poderosamente la atención: su vocación por la opulencia, tan hermosa como exagerada, así como el abismo inconmensurable entre su riqueza y los haberes del resto de personas.
Estos principados comenzaron a emerger en el llamado periodo clásico, que corresponde con la Edad Media en Europa, cuando defendieron su religión hindú de las invasiones musulmanas, aunque algunos se hicieron vasallos del sultanato de Delhi. A pesar de ello mantuvieron su religión y su forma de vida. Su riqueza provenía de los productos que explotaban en sus territorios: piedras preciosas, mármol, hierro, pero, sobre todo, del comercio, ya que se encontraban en una sección importante de la ruta de la seda. Esta historia de comercio e intercambio se ve claramente en sus palacios.
Pero no faltan los fuertes imposibles de asediar en lo alto de las montañas, muchas veces con muros que solo en dos casos son más pequeños que la muralla China. Usaban elefantes para la guerra y para el ceremonial, y en el fuerte de Jaipur todavía se puede subir en ellos a pesar de que los grupos animalistas protestan. En estos palacios se pueden ver los imponentes asientos para montar elefantes, algunos decorados con plata, oro, marfil y terciopelo. Hasta 1951 se organizaron peleas de elefantes y en las fotos de los ceremoniales tomadas hasta la primera mitad del siglo XX estos majestuosos animales están presentes en los grandes eventos. El elefante es, además, un animal sagrado que se relaciona con Ganesh el hijo de Shiva.
Estas cortes del Rajastán no se diferenciaban demasiado de las que en el siglo XVII y XVIII poblaban la Europa pre-revolucionaria. En Jaipur compré la biografía de una princesa, Gayatri Devi, quien después de la independencia se dedicó a la política y fue una parlamentaria que llegó a su escaño con la votación más alta de la India. Fue la tercera esposa del maharajá, lo cual revela otra particularidad: que estos príncipes se podían casar varias veces, y sus mujeres y concubinas vivían juntas y encerradas en los harenes, pasando sus días entre los patios y jardines, balanceándose en columpios de oro y plata, bailando, comiendo y vistiéndose con saris decorados con hilos de oro, plata y piedras preciosas. La maharani Devi nació literalmente en cuna de plata, creció en un palacio con 500 sirvientes y cazó su primera pantera a los doce años.
Este sistema sobrevivió en gran medida porque formó parte del engranaje imperial, primero con los múgales y luego con los británicos, que los reconocieron como nobles y a quienes les mantuvieron los privilegios a cambio de su apoyo en gobernar sus dominios. La presencia europea hizo posible la permanencia de los maharajás ya que no se vieron obligados cambiar las estructuras sociales hasta llegado el siglo XX. Su papel hace recordar, con todas las distancias del caso, al que ocuparon los curacas del imperio incaico tras la llegada de los españoles. Con la diferencia, claro, de que con la revolución de Túpac Amaru II y las guerras de independencia este grupo social desapareció.
En la India sí se mantuvieron y en 1947 le rogaron a Mountbatten, el último virrey de la India, que no los abandonara y tuvieron muchos recelos ante la posibilidad de pasar a ser parte del país independiente. Al final solo tuvieron dos opciones, unirse a Paquistán o a la India, y los casi 550 principados optaron por el país más grande y así lograron mantener muchos de sus privilegios. En la constitución de 1950 dejaron de tener poder político, pero su poder económico se mantuvo hasta 1970, cuando Indira Ghandi introdujo impuestos de 98 % y en 1971 cambió la constitución limitando las prerrogativas de los maharajás.
Cuarenta años más tarde se pueden ver el impacto de estas medidas. Los maharajás han logrado mantener muchos de sus recursos económicos convirtiendo sus palacios y fuertes en museos, hoteles, restaurantes y colegios. Los turistas podemos impresionarnos por sus riquezas y disfrutar una fracción de ellas. En todos los lugares que visitamos me llamó la atención que los extranjeros seamos una pequeña minoría, pues la gran mayoría son de otras regiones de la India. Tan rara es nuestra presencia que, en casi todas partes, a mi madre y a mí nos pidieron hacerse selfies con nosotras.
India ha cambiado de tal manera que la nueva clase media, emergente y poderosa, puede mirar al pasado a esos gobernantes que antes fueron absolutos y entretenerse con sus anticuadas formas de vida. No obstante, en las zonas rurales, las partes pobres de las ciudades y en los mercados vimos otra India, una donde la diferencia económica es aún muy presente. Si bien la pobreza en la India se ha reducido del 50 % de 1970, al 25 % en 2015 y al 15 % en 2021, en el estado de Rajastán el porcentaje es uno de los más altos del país con 29.5 %, y eso se siente.
Quizás por eso choca tanto ver la opulencia de sus antiguos gobernantes, y es de esperar que el turismo, la industria y la educación logren que poco a poco la distancia entre los maharajás y el resto de la población quede limitada a los libros de Historia.
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