Arropado en fin de año


Simples enseñanzas que me dejó un año cruelmente inolvidable


Una sabia anciana vasca me dijo hace mucho tiempo: “a la cama no irás sin aprender algo más”. Si este 2020 se redujera a las dimensiones de un día en el que la pandemia empezó a las seis de la mañana, podríamos decir que ahora, mientras usted lee estas líneas, estamos muy cerca de la medianoche: el mejor momento para recordar a Mamaíta y repasar, arropado, lo aprendido en las horas precedentes.

            1. Se puede aprender a los 50.

           Con tal de acoplarnos al mundo, solemos convertir la ignorancia en un atributo. Me pasó con la cocina: yo fui un fruto que colgaba de las ramas machistas de mi árbol genealógico y nadie me enseñó a cocinar de niño. De haber nacido niña, seguramente habría encontrado un espacio en la cocina pero, al resultar varón, seguí la estela de mi padre y de mis abuelos, hombres que encontraban el plato servido. Como mencioné, a veces he usado tal ignorancia como distintivo: por ratos me he vanagloriado de haber escrito sobre la cocina peruana sin saber preparar frejoles. Cuando cumplí 50, a lo mucho me encargaba de las parrilladas –eso sí es de machos carnívoros– y de preparar desayunos con frituras: los aderezos eran pócimas femeninas. Pero cuando cundió esta pandemia, Panchita, nuestra querida empleada por más de veinte años, tuvo que recluirse. Para mi suerte –y la de mis hijas–, mi novia se aisló los primeros meses en nuestra casa y ella, que cocina como los ángeles, tomó la posta de los aderezos. Yo me ofrecí a ser su ayudante mientras mis hijas estudiaban en sus pantallas. Me encargué de lo tedioso como hacen los aprendices en todo taller: cortar, pelar, lavar lo utilizado, mientras los guisos, sopas, currys y menestras humeaban en las ollas. Mi novia era tan generosa que, cuando mis hijas alababan sus platos, ella me daba parte del crédito por haberle dicho, simplemente, que podía echarles algo más de sal.

            Hasta que ella tuvo que volver a su casa y no me quedó más remedio que ocupar su triste vacío. Lo primero que preparé fue un chaufa de quinua con dados de atún. Aún conservo la foto en mi teléfono y los rostros de mis hijas en la mente.

            Mi madre y mi novia, mujeres que tanto amo –y que tan bien cocinan–, ya me otorgaron el diploma que más atesoro: “sabe cocinar, fíjate”.

            2. Basta un piso y escaleras.

            No quiero minimizar a los gimnasios como centros de entrenamiento: al margen de su función especializada, también cumplen un rol socializador. Por lo tanto, este aprendizaje puede ser relevante para los tímidos que, como yo, hacen su rutina sin hablar con nadie. 
En los últimos años acudía a clases de pilates y las combinaba con pesas de baja intensidad. Era mi manera de mantener tonicidad y, además, de ser más flexible. Para mi generación, ser elástico nunca fue tan admirado como tener músculos, y esta creencia me pasó una terrible factura con los años: horrendos dolores de espalda debido a mis malas posturas y a la falta de estiramientos.

            Pero sobrevino la pandemia y el enclaustramiento en casa. Por fortuna, descubrí que un piso nivelado y un tapete podía reemplazar en parte el escenario de mis clases. Un tutorial en YouTube jamás podría reemplazar a mi amable instructora, pero fue mejor que nada. Pero, ¿y moverse? ¿Complementar lo estático con lo aeróbico?

            Al principio, caminaba dando vueltas alrededor de mi comedor como un hámster en versión humana –lo escribo y me percibo loco–, pero luego diagramé en mi mente un circuito que se extendía entre el comedor y mi dormitorio. Caminar con ritmo sostenido mientras escuchaba podcasts ayudó mucho a sobrellevar la monotonía. Pero la verdadera innovación llegó cuando, adicionalmente, se me ocurrió subir y bajar las escaleras de mi edificio: 10 pisos, varias veces. El espejo y el médico me han aprobado hasta hoy.

            3. No hacerle caso a Roberto Carlos.

            Todo niño absorbe como ciertas algunas nociones que a la larga resultan equivocadas: junto a No me vuelvo a enamorar de Julio Iglesias –siempre fui cursi y dramático–, ninguna canción me ha mandado tanto al desvío como Yo solo quiero (un millón de amigos). 
Qué banalización de la amistad. Cuánta confusión entre cantidad y calidad.

            Se dice que hay que caer preso o estar hospitalizado para entender qué afectos son los que lo sostienen a uno, y esta pandemia nos ha servido de test involuntario. 
O al menos, así ha ocurrido conmigo.

            Luego de tener un Facebook muy poblado y de considerar “amigo” a cualquiera que sea cordial conmigo, ahora flotan en mi mente unos cuantos anillos concéntricos en donde el mero núcleo es mi familia cercanísima por sangre y afinidad. A continuación, casi fundido con ese núcleo, viene el apretado círculo de amigos a los que iría a tocarles la puerta sin avisar a las 3 de la mañana. Muy pegado a él está el de los amigos que abrazo siempre con fuerza. Y así, sucesiva y saturnianamente, hasta perder gravedad. 

            No es mezquindad, sino practicidad emocional: ser un amigo verdadero implica estar 100% disponible para el otro, y no se puede estar 100% disponible para muchos.

            Como canta Morrisey, otro grande: Now my heart is full.

5 comentarios

  1. Graciela Moreno Hernando

    A mi esta pandemia me sirvió para perfeccionarme en la cocina y hacerlo con gusto y más arte hasta tomo fotos a mis platos, nunca imaginé que algo tan cotidiano como cocinar -en mi caso- me haría sentir tan orgullosa 🙂

    • gr

      ¡Felicitaciones! Ya intercambiaremos fotos.

  2. zeta

    Muy identificada (especialmente con la primera parte) 🙂

    • gr

      Muchas gracias por el comentario. ¡Y un buen 2021!

  3. Gloria Dunkelberg

    Cierto…!! Clarísimo!! «Esta pandemia nos ha servido de test involuntario.» Me conozco más …camino más…me estiro más con Pilates…descubro más…dibujo más… y no quiero tener un millón de amigos.

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