Las tensiones en Quito reflejan riesgos que el gobierno peruano no debe ignorar
Mientras en Perú lidiamos con la violencia del crimen organizado y un gobierno que parece vivir en otra realidad, al norte se desarrolla un nuevo capítulo de convulsión social y política. El presidente ecuatoriano Daniel Noboa decretó el estado de excepción en siete provincias tras anunciar, de manera sorpresiva, la eliminación del subsidio al diésel. Es una medida que buscaba aliviar las cuentas fiscales —el subsidio le costaba al Estado cerca de 1.100 millones de dólares al año— y que terminó encendiendo la indignación de transportistas, agricultores y comunidades indígenas que ya vivían en una situación muy vulnerable, bajo un gobierno con una agenda económica abiertamente neoliberal, e incluso con coqueteos con la administración Trump en Estados Unidos.
La reacción no tardó. Decenas de carreteras bloqueadas, enfrentamientos, vehículos atravesados en las vías y un clima de tensión que recuerda a las grandes movilizaciones de 2019 contra Lenin Moreno y de 2022 contra Guillermo Lasso. En Cotacachi, Imbabura, la protesta alcanzó su punto más trágico: el 28 de septiembre murió Efraín Fuerez, comunero indígena, tras recibir un impacto de bala, según denunció la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie). Mientras tanto, el gobierno reportó militares heridos y retenidos, acusando a “grupos terroristas infiltrados”. ¿No nos resulta familiar ese discurso a los peruanos?
Lo que está en juego en el vecino país no es solo el precio del combustible. El diésel, que mueve camiones, buses, tractores y lanchas, ha sido durante décadas un símbolo político. Quitarle el subsidio sin consenso ni una estrategia clara de compensación es abrir la puerta a una tormenta social. No por casualidad fracasaron antes Moreno y Lasso al intentar lo mismo. El actual estallido debe entenderse en el marco de una crisis más amplia. En enero de 2024, apenas semanas después de asumir, Noboa decretó un estado de excepción tras el escape del narcotraficante alias “Fito” y la toma simultánea de seis cárceles. Desde entonces, la violencia criminal, las extorsiones y los asesinatos han crecido al punto de condicionar la vida cotidiana.
Hoy, la eliminación del subsidio se suma a esa sensación de desprotección. Transportistas que ya sufren ataques de mafias ahora enfrentan un aumento de costos que amenaza su subsistencia. Comunidades indígenas, históricamente relegadas, ven en la medida un nuevo intento de cargar el ajuste sobre los más pobres. Y la respuesta del Estado ha sido más militarización, con resultados fatales.
¿Por qué debería importarnos lo que ocurre más allá de la frontera? Los paralelismos son evidentes y preocupantes. Desde que Dina Boluarte asumió el poder en diciembre de 2022, las protestas en el Perú dejaron más de cincuenta muertos en regiones como Cusco, Ayacucho y Puno. Al mismo tiempo, el crimen organizado se expande sin freno: entre enero y agosto de 2025 hubo más de 1.500 asesinatos y 18.000 denuncias por extorsión.
El 6 de octubre, los transportistas de Lima realizaron un paro en protesta por las extorsiones. Autobuses vacíos recorrieron las calles con carteles que decían “Mis hijos me esperan en casa” o “No más muertes”. No fue un hecho aislado: ha sido el noveno paro del sector en lo que va del año. La respuesta oficial de la presidenta, como bien señaló César Hildebrandt, parece una mala broma: llegó a recomendar, frente a la ola de extorsiones, que si te llaman para amenazarte “no contestes, no abras esos mensajes”, como si se tratara de una solución suficiente. Esa distancia entre la realidad y el discurso oficial alimenta la indignación popular de los peruanos.
Del lado ecuatoriano, la sociedad civil y el movimiento indígena han demostrado una capacidad de organización notable, que en varias ocasiones obligó a los presidentes a retroceder. En cambio, tras la represión sangrienta de finales de 2022 e inicios de 2023, la protesta social en el Perú se encuentra desmovilizada y atemorizada. Pero eso no significa que las tensiones hayan desaparecido: si la sensación de abandono e inseguridad continúa acumulándose, también podría emerger una respuesta más masiva y organizada. La reciente muerte de Fuerez en Cotacachi nos recuerda que el uso desmedido de la fuerza estatal contra manifestantes no es una excepción en la región. En Perú ya lo vivimos, y el costo no es solo humano: cada vida perdida sin justicia abre una herida colectiva que erosiona la legitimidad democrática.
El problema peruano no es tanto fiscal como político: tenemos un gobierno que actúa como si viviera en una realidad paralela. Esa incapacidad de conectar con la vida diaria de millones de ciudadanos refleja un Estado que no escucha ni comprende a los sectores más golpeados. Y lo hace por decisión propia, con el apoyo del actual Congreso.
Lo que hoy le ocurre a Ecuador no es ajeno ni lejano: podría ser una premonición de lo que nos espera si seguimos desatendiendo las demandas ciudadanas, si seguimos normalizando la violencia y la impunidad, si seguimos creyendo que la crisis de seguridad se resuelve con estados de excepción, si no hay una unidad ciudadana. Ecuador lamentablemente arde hoy. El Perú no debería esperar a hacerlo mañana.
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