Cuando el famoso retrato de un caballo lleva a pensar en las despedidas
En los últimos meses he estado despidiéndome de a pocos del barrio y de la hermosa ciudad donde he vivido por más de veinte años. Londres me ha sostenido y me ha dado algunos de los momentos más hermosos e intensos de la vida. Es, sin embargo, una partida extraña porque tampoco es completa, y si bien estaré volviendo con regularidad, ya no viviré aquí todo el tiempo.
La semana pasada caminé muchas de sus calles con el fundador de Jugo, Gustavo Rodríguez, quien me acompañó a visitar algunos de mis lugares favoritos. Por ejemplo, fuimos a encontrarnos con los grandes maestros de la pintura en la National Gallery y con los retratos de las personalidades más importantes de la isla en la National Portrait Gallery, lugares que la semana anterior había visitado con mi madre y hermana, quienes también pasaron por aquí.
Fue así que me detuve, una vez más, frente al majestuoso caballo que pintó George Stubbs alrededor de 1762 y que pueden apreciar aquí en la página de la National Gallery. Whistlejacket —o Chaqueta de silbato, como se traduciría su nombre al español— fue un corcel arábico que en 1759 ganó una importante carrera en York. Le perteneció al segundo marqués de Rockingham, que, cuando lo tenía como semental, le pidió al artista que le hiciera un retrato como si se tratara de una personalidad. El resultado es impactante: verlo casi a tamaño natural, sin adornos, sin compañía humana, sin ningún fondo pintado detrás, nos hace sentir su intensa presencia.
La página del museo nos dice que así, sin control humano, el caballo se convierte en el medio irrestricto de la energía de la naturaleza, uno de los temas que se comenzaría a tratar intensamente durante el romanticismo. La pintura fue adquirida para la Colección Nacional en 1997, un año después de mi llegada a Londres, y quizá es por eso que no recuerdo cuándo fue la primera vez que lo vi. Ocupa un espacio central en esta galería creada hace doscientos años para albergar la inmensa colección de pinturas con el fin, según sus planificadores, de educar a las masas.
Como ocurre con casi todos los museos de Londres, el ingreso a la National Gallery es gratis y es fácil imaginar que todos los días le dé la bienvenida a miles de personas. A través de los años la he visitado repetidas veces y, cada vez que vuelvo, recuerdo a las personas que me han acompañado. Mi amado amigo Rodrigo —que ya no está con nosotros— se emocionó casi hasta las lágrimas al ver los cuadros que hasta entonces solo había conocido en libros; en particular Jorge, el dragón y la princesa, que Paolo Uccello pintó alrededor de 1470 y que aparecía en un libro de arte para niños que ambos conocíamos.
Este no es un cuadro particularmente religioso, pero hay muchos que lo son. Recuerdo haber organizado una visita con el pedido expreso de intentar comprender el contexto religioso de la pintura medieval, del Renacimiento y de la Contrarreforma, a pesar de lo básico de mi conocimiento de aquella época histórica, y pienso que en mi lugar debió estar mi amiga Maya, que iba con sus clases a la galería cuando hacía su maestría en esta ciudad. Pero de todos esos episodios en la galería, sobresale la vez que vine con Esperanza Huayama, una de las lideresas de la Asociación de Mujeres Esterilizadas de Acobamba en el Alto Piura. Esperanza había venido a Londres para hablar en el parlamento británico sobre el caso de las esterilizaciones forzadas durante el gobierno de Fujimori y, aprovechando un espacio que tenía antes de que fuera a dar declaraciones a la BBC, dimos una vuelta por la galería. Después de mirar a las vírgenes, los paisajes, las crucifixiones, y a los magníficos Embajadores de Holbein, Esperanza se detuvo frente a Whistlejacket y exclamó: ¡Así era el caballo del patrón!
Le pregunté, entonces, cuántos años tenía cuando se dio la Reforma Agraria impuesta por Velasco, y cuando me dijo que dieciséis, no pude dejar de preguntarme cómo habría vivido la convulsa segunda mitad del siglo XX en el Perú: de una infancia en la gran hacienda de un patrón a las cooperativas post Reforma Agraria, y de ahí a los sangrientos años de Sendero Luminoso, para tener que sufrir luego una esterilización forzada que marcó su vida y la llevó a dedicarse a la búsqueda de justicia. A todoese periplo vital nos llevó, curiosamente, pararnos frente al cuadro de un caballo.
Los objetos, pues, nos invitan a veces a ese tipo de reflexiones. Así, ese cálido y reciente domingo compartido con Gustavoacudimos a encontrarnos con los más antiguos que existen en el Museo Británico, otro de mis lugares más queridos de Londres. En mi caso, una parada habitual es la visita a los gatos egipcios momificados dentro de sus pequeños sarcófagos. A Gustavo le conté que en mi primer año en la ciudad vivía en una residencia de estudiantes a pocas cuadras de este museo, y cada vez que pasaba por ahí junto a Nikos —un amigo griego de la isla de Naxos— él siempre gritaba “¡ladrones!” en dirección a la puerta. A pesar de su protesta —y la de muchos— los frisos del Partenón siguen imperturbables en una enorme sala al interior, a pesar de que en Atenas los esperan con un museo nuevo, exactamente al lado del edificio desde donde fueron removidos.
Cerca de los frisos en el Museo Británico se encuentra también uno de los moais de la Isla de Pascua que, al igual que la Piedra de Rosetta, hizo que mi amigo Pablo O. derramara una discreta lágrima de emoción. Sin embargo, la verdadera razón de mi interés el último domingo fue la reapertura de la antigua sala de lectura circular —o biblioteca— en la que varias de las grandes mentes que residían en Londres encontraban una porción de pupitre donde trabajar, Karl Marx entre ellos, quien redactó su crítica al capitalismo desde el mismo centro de la sala. Este ambiente cerró en 1997, cuando se decidió mudar la biblioteca a Saint Pancras, el lugar donde escribí mis tesis y varios de mis libros, y donde una vez me topé en la cola de los abrigos con MarioVargas Llosa.
En las salas del Museo Británico aun puedo oír las risas de mis hijos, a quienes llevé muchísimas veces. Cierro los ojos y los veo señalar, risueños, las nalgas desnudas de la Venus arrodillada, recordándome otra vez que los objetos de arte nos obligan a ubicarnos dentro de la especie humana, que el tiempo pasa de manera inexorable, y que la herencia de los artistas trasciende a los siglos. Lo bueno de estos tiempos digitales es que ahora todos podemos disfrutar en la web de estas maravillas que he tratado de describir.
Igual, como ocurre con los rincones de las ciudades en que hemos vivido y que se han hecho un lugar a fuerza de rutina o de alguna emoción especial, cada vez que recuerde la plaza Trafalgar frente a la National Gallery, junto a ella me esperarán en la galería de mi mente la pintura de Los embajadores de Holbein, la coqueta señora de sombrero rojo que pintó Rubens, y ese inmenso caballo encabritado para recordarme la certeza de que Londres también será siempre mi ciudad.
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