Una reflexión sobre la subvaloración del conocimiento en nuestras sociedades
Hace unos días, no logré cerrar como quería mi columna para el diario El Comercio. Se trataba de una crítica a esa voluntad nuestra de reemplazar con personas aquello que puede ser hecho eficientemente con tecnología, pero pareció más una crítica visceral a los inconvenientes de manejar en esta Ciudad de los Reyes.
De ahí el título de este artículo, que parafrasea al gran Rubén Blades en Maestra vida.
Ordenar el tránsito es, claramente, un reflejo de la vida moderna, que tiene poco más de un siglo desde la gran innovación de Henry Ford y su Modelo T de combustión interna. A la transición de los carruajes halados por caballos alos vehículos automotores le debemos algunas herencias que todavía utilizamos a pesar de lo anacrónicas que resulten: la potencia del vehículo medida en caballos de fuerza y el modelo de producción en línea, para el cual una jornada laboral de duración finita tiene todo el sentido del mundo. La potencia de los vehículos eléctricos, por ejemplo, se mide todavía en caballos de vapor, a pesar de que lo más preciso sería medirla en kilovatios. Por otro lado, en nuestra sociedad, la falta de flexibilidad de los mercados laborales hace que, para cualquier tipo de trabajo —aun el creativo—, se hable de jornadas de ocho horas, lo que, considero, no tiene ningún sentido.
El orden del tránsito refleja muchísimo de nuestras costumbres sociales. Mientras en Inglaterra se puede ver kilómetros de cola ordenada para salir de una carretera, mientras quienes están en ella avanzan a velocidad casi de crucero y a nadie se le pasa por el cerebro tratar de colarse, en nuestra sociedad quien no se cuela es considerado un quedado, o siempre habrá alguien a quien no le moleste que otro, a punta de meter miedo, se cuele. Y aquí no pasó nada. Pequeños detalles que ya dan cuenta de que, en el Perú, el que puede, puede; es decir, a la fuerza avanzamos, y si eso significa no respetar, pues vaya y pase.
Parte de nuestras costumbres es el denominado credencialismo; o, dicho de otra manera: papelito manda. En el citado artículo, hice una mención muy lineal a que quien tiene más años de educación también tiene más capital humano incorporado y, por tanto, tendría que ganar más por su conocimiento y su capacidad de aplicarlo. Es claro que no siempre es así, más aun cuando en el Perú tenemos lo que varios expertos consideran un exceso de universidades y de emisión de títulos. El dato que siempre viene a cuento es el contraste de grados emitidos por la cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y la todavía treintona Universidad César Vallejo (UCV). En menos de 35 años, la UCV ha graduado casi cinco veces el número de egresados que la San Marcos, más de once veces el número de maestros (grado de magíster) y más de cinco veces el número de doctores. A mis alumnos de maestríasiempre les digo que están siendo preparados para ser profesores universitarios, pues de ahí el nombre del grado de maestro. Y siempre me pregunto cómo serán esas clases.
Pero lo que está en la base de mis preocupaciones es cuánto estamos dispuestos, como sociedad, a que el conocimiento en general, con o sin credencial, sea la base de la convivencia civilizada. Así, utilizar humanos sin ojos en la espalda como administradores de tránsito en Lima, a pesar de contar con semáforos, se considera normal. Como tambiénnormal se considera la autoconstrucción en zonas sísmicas con riesgo creciente de terremotos destructores, y normal también que el químico farmacéutico de la farmacia te venda antibióticos que te autorrecetaste. Para cerrar la lista de ejemplos: con la justificación de luchar contra la delincuencia, aceptamos con normalidad medidas absurdas, como la de los chalecos para motociclistas, o la implementación de gasto público sin evaluación de impacto.
«Normal, nomás» parecería ser nuestro lema.
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