Una reflexión sobre las almas migrantes y el turismo masivo
Escribo esto en la Barceloneta, en el pequeño apartamento en el que me quedo cuando vengo porque no puedo resistirme a sus calles estrechas, al olor del mar y a los colores del Mediterráneo al atardecer. He llegado después de deambular durante casi veinte días por media Europa, visitando amigos, museos, iglesias, teatros, mercados, cafés, calles y plazas. Desde que dejé mi casa en Londres he estado acompañada de querencias que, una y otra vez, me han hecho pensar en las vidas entrecruzadas de los migrantes.
Cuando me fui del Perú hace más de treinta años partí a Viena, donde viví casi dos años tan absolutamente enamorada, que hasta alemán aprendí. En esos tiempos, mi amigo Ernesto inició el club al que dio por nombre el de “los gorriones sin fronteras”, ya que ser miembro quería decir simplemente que el amigo de un amigo siempre tendría posada en la ciudad donde se encontraba. Y así nos la pasamos, dando vueltas de aquí para allá entre fines de los noventa e inicios del milenio, conociendo lugares, haciendo nuevos amigos y reencontrando a los antiguos por medio mundo.
Ahora que tantos jóvenes peruanos migran, estoy segura de que habrán dado inicio a sus propias versiones de ese club y que también aprovecharán las posibilidades de ir de un lado al otro visitándose y dándose posada. Nosotros tampoco inventamos nada, las generaciones que nos precedieron habían hecho lo mismo, y ni siquiera es algo que nos caracterice solo a los peruanos, ni a los latinos, se trata simplemente del tipo de solidaridad que se da entre quienes tenemos la costumbre de movernos mucho.
Este viaje pasé tiempo en sofás cama, en cuartos de invitados, así como en hoteles y posadas de toda estirpe, acomodándome a lo que pedía cada ocasión. He visitado los centros de turismo más masificados del planeta. He ido de Londres a París, de Ámsterdam a Berlín, de Dresden a Praga, de Budapest a Venecia, pasando luego por Padua, Schio, Vicenza y Palma de Mallorca, para terminar en Barcelona. El recorrido lo armé casi exclusivamente para visitar a un amigo, o visitar con un amigo: un peregrinaje al pasado en que nos conocimos, ya que ninguno de ellos vive en el lugar donde primero se cruzaron nuestros caminos.
Todos, sin excepción, han migrado muchas veces; han ido y han venido, armando y desarmando vidas repetidamente. Por algo somos amigos. Compartimos la experiencia de levantar petacas y comenzar de nuevo, eso que caracteriza tanto a los migrantes como a los de corazón errante. Algunos se han movido por amor, otros por trabajo, algunos por curiosidad o, simplemente, porque andan en busca de dónde sentirse más a gusto. Unos están de paso y otros ya van echando raíces. Hay quienes añoran retornar y quienes no quieren volver la vista atrás. Cada travesía es distinta. Cada historia, un cúmulo de sueños y esperanzas.
A mí me ha pasado siempre que con algunos lugares conecto con más fuerza que con otros, y siento de pronto unas ganas de quedarme, de armar una vida ahí y es así que encuentro motivos para regresar. Quizás, como dice mi amiga Annalyda, alguna vida pasada o futura me conecta con esos lugares. No hay duda de que se trata de pulsaciones que me ligan al espacio, así como a las personas que encuentro en el camino y que por un tiempo comparto. Son lugares donde creo vínculos de pertenencia, así sean pasajeros.
En este viaje reflexioné mucho sobre lo contrario, lo que el antropólogo francés Marc Augé definió como los “no lugares”, los espacios del anonimato creados por lo que llamó la sobremodernidad. Son principalmente lugares de tránsito que cada vez son mas estandarizados: aeropuertos, estaciones de tren, carreteras, así como aviones, trenes, buses, autos, además de las grandes cadenas hoteleras y los hipermercados, oponiéndolos a lo que define como lugares con un valor antropológico de pertenencia. Obviamente, no se trata de categorías completamente puras, ya que ambos pueden tener algo de lo otro, pero sí hay un patrón en esos lugares que se parecen cada vez más entre sí y suelen carecer de una identidad propia.
En estos días pasé mucho tiempo en esos no lugares y es cierto que todos comparten esas características estándar. Y, al mismo tiempo, en las grandes urbes del turismo europeo noté cómo estas ciudades se van pareciendo cada vez más. Las mismas tiendas de souvenirs, las mismas cadenas de cafeterías y restaurantes, los mismos hoteles, los mismos tipos de tours. A ratos parecía dar igual estar en una u otra. Por supuesto que cada una tiene su atributo de venta particular; que este turismo masivo busca encontrar ese ítem que defina lo “del lugar” para repetirlo de manera casi infinita para venderlo. Una comodificación de las identidades, junto con la búsqueda por lo más instagrameable.
Los turistas que las recorren igual que yo quieren un trozo de esa “autenticidad”, y en algunos lugares esto es más fácil de conseguir que en otros, en las iglesias, en los museos y en algunas de las calles, solo hace falta escarbar un poco. Todavía se puede sentir cómo viven las personas cuando uno se da el trabajo de encontrar un restaurante donde comen los locales, o los barrios donde viven mis amigos que por diversos motivos han llegado hasta ahí. En realidad, con mirar un poco más allá es posible encontrar qué es lo que subyace en esos lugares donde el turismo extractivo amenaza con terminar con su encanto. Poniendo atención uno puede descubrir a los migrantes, a los visitantes, a los lugareños y ponerse a pensar en cómo se va llegando a lo que a veces es una difícil convivencia.
En Mallorca, mi amiga Inés R. me contó que los isleños se refieren a todos los que llegamos como “forasteros”, y algo de eso hay. Todos somos un poco así cuando armamos la maleta y nos vamos en busca del mundo. Esta es también una manera de conocernos mejor a nosotros mismos.
¡No desenchufes la licuadora! Suscríbete y ayúdanos a seguir haciendo Jugo.pe