Escritores que se alejan


Algunas preguntas sobre la presunta ventaja de la migración literaria 


Hace unos días, los escritores peruanos Luis Hernán Castañeda e Iván Thays estrenaron el pódcast Otras Tardes, cuyo primer capítulo fue dedicado a la pregunta «¿Es necesario salir de tu país para convertirte en escritor?». La interrogante es antigua y su prominencia —en el ámbito peruano— Thays la ubica en los años en que Vargas Llosa, Ribeyro, Loayza y Bryce Echenique andaban en Europa. Una época, señala Thays, en la que habría surgido la sensación de que para tener éxito como escritor hacía falta salir (o escapar) del Perú. En el programa —que recorre casos distintos, de décadas pasadas y más actuales— también se habla de aquellos que prácticamente nunca vivieron fuera, como Martín Adán.

Aunque la sola existencia del caso de Adán debería bastar para dejar zanjada la pregunta —es decir: no, no hace falta salir de tu país para convertirte en escritor—, la conversación entre Castañeda y Thays sí parece insistir en la importancia del viaje o la migración —aun hoy, en 2025— para alguien que escribe. Y si bien ambos escritores concluyen que exigir esa vivencia sería injusto o incluso elitista, queda la impresión de que los dos opinan que sí es preferible o, al menos, que la distancia frente a la patria es siempre provechosa para el escritor.

El sentido común también parecería apuntar hacia lo mismo, pero a veces el sentido común ya va contaminado de eurocentrismo, colonialidad y hasta ceguera. 

Llevo apenas tres meses en España, a donde vine por motivos no vocacionales, y mi breve experiencia como escritor migrante ha sido suficiente para constatar cuántas personas —en Lima y en Madrid— asocian mi viaje con el de un potencial crecimiento literario. Un crecimiento que muchas veces sustentan con los mismos términos que usaba Vargas Llosa hace ya varias décadas. Según recuerda Thays en el pódcast, nuestro nobel creía obligatorio llegar a Europa no solo por la imposibilidad de que un escritor se profesionalizara dentro de las fronteras peruanas —donde no existían agentes literarios ni una estructura adecuada—, sino, además, porque la discusión literaria en el Perú le parecía «provinciana» y «chata», lo que daría como resultado obras con las mismas características.

Aunque no sea sorpresa encontrar tal hálito racista en las opiniones de Vargas Llosa, sí que lamento cuánto ha perdurado ese pensamiento que ubica a Europa (o a Estados Unidos) como el lugar óptimo desde el cual producir literatura, arte, ideas o incluso verdad.

En relación a ello, cabría que uno se pregunte si aquella distancia favorable de la que hablan Castañeda y Thays solamente calificaría como tal siempre y cuando el escritor elija como destino algún país del norte global. En otras palabras: ¿es la distancia lo que favorece al escritor, o más bien estamos hablando de las presuntas oportunidades que esos países encarnan?

También habría que detenerse a pensar qué clase de migración es la que solemos imaginar para alguien que escribe. Bajo qué forma concreta tendría que suceder esa huida del Perú de tal manera que fuera favorable. En la mayoría de casos que Castañeda y Thays mencionan, el viaje es una pieza clave para el desarrollo académico, profesional o artístico. Los escritores que sirven de ejemplo son sobre todo aquellos que pudieron ubicar la migración dentro de ese programa, y a ellos aprovecho para sumar a quienes en distintos momentos del siglo pasado definieron su condición como la de «escritores exiliados». En suma y a grandes rasgos: personas muy parecidas, con posibilidades de viaje más o menos cómodas, en ocasiones amparados por instituciones y casi nunca precarizados.

Otras dudas que me surgen: ¿qué tipo de literatura escriben los que deciden irse del Perú?, ¿por qué algunas de sus obras suelen ser tan celebradas?, ¿en qué medida su volumen de ventas o la aceptación crítica —muchas veces consolidadas ambas desde Europa— constituye un verdadero éxito? Y así pues: ¿para quién escriben los que se van del país?

Al pensar en escritores peruanos y latinoamericanos que salen al extranjero, lo primero que me viene a la cabeza es ese fenómeno cada vez más frecuente mediante el cual el individuo acaba por perder aquellas marcas que, en un contexto nacional, lo definían. Pasado un tiempo, el escritor es únicamente peruano; o, peor aun, latino, sudaca, migrante. Dejó de importar en qué región nació, cuál fue su barrio, si pasó por una universidad pública o privada, cuánto dinero tenía su familia, etc. Todo aquello que en su país lo situaba se diluye y pasa a ser un matiz anecdótico y no pocas veces deliberadamente distorsionado.

Desde ese nuevo lugar, piensan, opinan y escriben.

En algunos, el borrado de esas marcas nacionales es la oportunidad perfecta para asimilar la cultura cosmopolita del flamante territorio de residencia y convertirse así en ciudadanos del mundo, en escritores uniformes y plastificados; suele ser el destino de los más conservadores. En otros, migrar parece ser la plataforma ideal desde la cual exotizarse y con ello ganar palanca para pasearse a sus anchas por el terreno de la apropiación y el extractivismo cultural; cuando Europa comience a sospechar que aquellas palabras e imágenes no les pertenecen a esos escritores, será demasiado tarde.

Tantas décadas después de las recordadas estancias en el extranjero de ciertos narradores peruanos, pensaría que hace falta prestar más atención a quiénes eran y qué representaban. También poner el ojo en qué le hizo ese movimiento a sus escrituras, ya no desde la admiración, sino observando aquello que en realidad podría entenderse como deformación (un mal tipo de deformación). Y, asimismo, mirar cuánto de aspiración colonial había en ellos y cuánto de eso sigue movilizando a quienes nos subimos a un avión para cambiar el sur por el norte. Dar por sentado o sugerir que el Perú es un país donde un escritor nunca podrá desarrollarse por completo no es un argumento asentado en hechos ni en un análisis sesudo; más bien, pareciera ser el rezago —muy vibrante en algunos círculos— de esa antigua complacencia frente a Europa y Estados Unidos, sus academias, sus mercados editoriales, su gusto, interés y exigencia. Si la pregunta es cómo escribir literatura que sea mejor o más importante —en esa vaguedad de términos que al mismo tiempo apunta hacia una dimensión bastante definida—, habría que comenzar por no plegarnos ni someternos a la idea de que nuestro país es un hoyo literario del cual hay que escapar cuanto antes.


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