Exigencias urgentes para que la IA no arriesgue nuestra subsistencia

Gerald Salazar es un físico y comunicador con más de 10 años de experiencia en fuerza laboral STEM y gestión de I+D. Ha liderado iniciativas de divulgación científica y ciencia de materiales. Actualmente se enfoca en computación cuántica y tecnologías emergentes. Director Ejecutivo de la Asociación Clubes de Ciencia Perú.
En los últimos meses quizás hayas notado un incremento de noticias sobre grandes inversiones en centros de datos en distintas partes del mundo. Estos proyectos, impulsados por la creciente demanda de soluciones basadas en inteligencia artificial (IA), se presentan como motores de empleo y emblemas de la nueva economía digital. Sin embargo, detrás de esa narrativa optimista se oculta una dimensión menos visible: el consumo masivo de agua y energía que estas infraestructuras requieren para funcionar.
Los grandes modelos de lenguaje que evolucionaron hacia la llamada inteligencia artificial generativa —representada hoy por los Generative Pre-trained Transformers (GPT), como ChatGPT o DeepSeek— son redes neuronales gigantescas preentrenadas con billones de parámetros. Cada vez que ingresamos una consulta, el sistema activa millones de operaciones matemáticas distribuidas en servidores alrededor del mundo que consumen grandes cantidades de energía eléctrica, la cual se disipa en forma de calor. Para evitar que este calor dañe los equipos, los centros de datos requieren complejos sistemas de enfriamiento que, por lo general, utilizan agua. Así, el recurso esencial para la vida se ha vuelto indispensable para que las máquinas “piensen”.
Este es un gran problema, pues, según un estudio del World Economic Forum, los centros de datos impulsados por IA podrían consumir 1,7 billones de galones de agua a nivel global para 2027. En Chile, la justicia acaba de detener la construcción de un data center que habría necesitado 7,6 millones de litros de agua potable al día, equivalente al consumo diario de 760.000 personas, más que toda la población del distrito limeño de Comas.
En este momento histórico nos enfrentamos a una vieja paradoja: tecnologías que prometen progreso terminan agotando los recursos naturales. Y lo hacen de manera territorialmente desigual, pues la depredación de agua y energía no ocurre en los centros urbanos que consumen IA, sino en zonas rurales y periféricas del mundo, donde las regulaciones ambientales son débiles o inexistentes. Muchas autoridades locales, motivadas por un populismo ignorante y mercantil, renuncian a salvaguardas ambientales que podrían proteger a sus comunidades.
Entonces, ¿es esta la IA que queremos?
Recordemos que la tecnología no es solo técnica y maquinaria: es también el resultado de decisiones políticas, sociales y culturales. Al igual que en la selección natural, las tecnologías compiten por ser adoptadas por las sociedades. Algunas logran imponerse por su conveniencia, usabilidad o costo, no por ser justas o sostenibles. El caso del descartede los teléfonos BlackBerry por el iPhone ilustra este punto: la adopción masiva de las pantallas táctiles sobre los teclados físicos impuso un nuevo estándar asumido como “natural”. Hoy, esa misma lógica lleva a reemplazar incluso mecanismos físicos más seguros —como las manijas mecánicas en los autos eléctricos— por interfaces táctiles que priorizan lo “natural” sobre la seguridad.
Desde una mirada epistemológica, esta naturalización de ciertos diseños tecnológicos configura un régimen de validación del conocimiento donde lo predominante se asume como inevitable. Así se reducen los cuestionamientos y se normalizan los costos ambientales y sociales como si fueran “naturales”.
Esto está ocurriendo con la inteligencia artificial: se ha convertido en una herramienta de uso diario, pero también en un mito económico. Hasta ahora, en el Perú —y en general en el mundo— no existe una demanda significativa para que los desarrollos en IA incorporen criterios de eficiencia energética o equilibrio ambiental. Sociedad, academia y Estado han renunciado a exigir que las tecnologías que sustentan la IA sean sostenibles.
Por el contrario, hemos aceptado que el modelo dominante debe orientarse a sostener un mercado que exige más datos, costos más bajos y un consumo ilimitado de agua y energía. Es un tipo de extractivismo cuyos protagonistas son los nuevos señores tecnofeudales globales, venerados por los medios de comunicación de los cuales también son propietarios. Las pocas voces locales que cuestionan estos impactos son tachadas de “antisistema”: en el Perú, ya resuenan las palabras “terroristas”, “envidiosos” o “ignorantes”. En la “ola libertaria” que vive el mundo, esta es solo una versión reaccionaria, colonial y decadente del mercantilismo, que ha aprendido de las técnicas contraculturales del siglo pasado.
El ciclo de creación, uso y destrucción tecnológica se ha naturalizado como un legado de la industrialización. Pero no es un destino inevitable. La verdadera revolución tecnológica —una que merezca el calificativo de progresista— no llegará con consultorías pagadas con impuestos para decir lo obvio, ni con modelos más grandes o dispositivos más potentes. Llegará cuando exijamos que toda tecnología integre principios de optimización, sostenibilidad y responsabilidad desde el propio diseño del hardware.
Algunos ejemplos ya apuntan en esa dirección. DeepSeek, por ejemplo, logra un mejor rendimiento con menor consumo energético, y empresas como Extropic proponen un nuevo paradigma de hardware basado en la computación termodinámica, que aprovecha como recurso las propiedades físicas del calor, el ruido y la energía.
Es hora de acordar que la innovación deje de medirse por su capacidad de consumo o generación de riqueza concentrada, y empiece a valorarse por su capacidad de no destruir el medio ambiente y de servir a todas las personas cuando sea escalada mundialmente.
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