¿Por qué las ciudades latinoamericanas no figuran entre las ciudades más habitables o felices del mundo?
Conocí a Edwina en Travo, una pequeña ciudad de 2.200 habitantes en el norte de Italia. Es una australiana de treinta años, abogada y artista, que me habló con una sonrisa luminosa sobre su reciente mudanza. “Sídney era insoportable. Los precios son altísimos y no hay comunidad. Cada uno vive en lo suyo”, me explicó. Hace poco más de un año se armó de valor y, del brazo de su joven marido italiano, recorrió varios continentes antes de instalarse en el tranquilo valle del Trebbia, en la provincia de Piacenza. “No puedo estar más contenta. Travo supera con creces a Sídney. El servicio de salud es gratuito y toda la comunidad nos ayuda”, repitió al ver mi expresión de sorpresa.
Mi incredulidad, sin embargo, era en parte fingida. Yo misma estoy en proceso de transición desde Lima, escapando quizás de la entropía de sus ingobernables diez millones de habitantes, hacia un lugar con una población casi cinco mil veces menor. A diferencia de Edwina, le doblo la edad, tengo raíces familiares en esta región y estoy dando forma a un nuevo proyecto personal guiado por una búsqueda de paz.
Tal vez por eso, cuando la semana pasada apareció en mi pantalla una notificación con el nuevo Índice de Habitabilidad de Ciudades elaborado por la Unidad de Inteligencia del diario The Economist (EIU), lo abrí de inmediato. Mi primer impulso fue buscar Sídney. Para mi sorpresa, la ciudad australiana ocupa el puesto número 6 del ranking global, con puntajes casi perfectos en cinco dimensiones: infraestructura, salud, educación, estabilidad y cultura/medio ambiente. Copenhague, la capital danesa, encabeza la lista con un 100 redondo en estabilidad, educación e infraestructura. Una ciudad casi perfecta.
El índice global de la EIU evalúa la calidad de vida en 173 ciudades del mundo, utilizando más de 30 indicadores que van desde el confort climático hasta la seguridad ciudadana y la calidad de los servicios públicos. Su lógica es similar a la de un ranking FIFA: una tabla global donde cada ciudad suma o pierde puntos según su desempeño en distintas dimensiones de habitabilidad.
Busqué, con algo de ansiedad, a Lima. Como limeña por adopción, siento en la piel lo que significa vivir allí. El índice la ubica en el puesto 99, con una puntuación de 59.3 sobre 100. Muy por debajo del promedio regional. Y no es novedad: año tras año, las ciudades mejor posicionadas siguen siendo las de Europa Occidental, Japón, Nueva Zelanda y Canadá. En América Latina, el estancamiento parece ser la norma. Montevideo y Santiago lideran la región, pero ninguna se acerca a los estándares del top global.
En busca de consuelo, recurrí al Happy City Index, elaborado por el Institute for Quality of Life de Londres. A diferencia del EIU, este índice mide cómo se siente la gente en su vida diaria: gobernanza, medio ambiente, economía, movilidad, ciudadanía y salud. ¿Quizás nuestra cocina de talla mundial y el afecto entrañable de las familias peruanas podrían marcar alguna diferencia?
Pero salí decepcionada. En su edición 2025, el Happy City Index confirmó el panorama del EIU: Copenhague, Zúrich, Singapur, Aarhus y Amberes celebran el top del ranking con alegría. Lima, en cambio, ni siquiera aparece. Aparentemente, fue descartada por falta de datos confiables o por no alcanzar el puntaje mínimo requerido.
Me refugié entonces en ese pragmatismo que a veces utilizo para esquivar la tristeza: ¿qué importancia tienen los rankings?, murmuré para mis adentros. Los rankings no sentencian, son espejos. Reflejan parte de lo que somos, pero también nos muestran lo que podríamos llegar a ser.
Y entonces me quedé pensando: ¿qué necesitaría Lima para asomarse siquiera al Happy City Index? ¿Qué tipo de ciudad queremos construir? ¿Qué estamos dispuestos a hacer para lograrlo? Porque, al final, la ciudad perfecta no se encuentra en una tabla de Excel, sino en la forma en que habitamos lo cotidiano.
Para Edwina, el lugar providencial resultó ser un rincón olvidado de Italia, ausente de rankings de habitabilidad o felicidad. Allí, la comunidad, la naturaleza y la salud pública no son solo palabras: son parte de la vida diaria. Y se conserva algo que difícilmente se puede medir: pertenencia, conexión y cuidado.
Tal vez eso sea, al fin y al cabo, lo que realmente importa.
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Aunque es absolutamente comprensible, me ha dado una gran pena leer que Anna podría irse. «Escapar de esta ciudad y sus ingobernables 10 millones de habitantes «que cada vez nos agrede más. No consigo recordar por qué razón, si estudiaba o trabajaba o qué andaba haciendo yo, pero hace mucho tiempo tuve el gusto de conocer a Anna. La recuerdo mucho porque me quedó grabado algo que dijo. Que escogió quedarse en este lado del mundo porque «de donde venía, ya estaba todo hecho y aquí había mucho por hacer». Tantas personas buenas y talentosas que escogieron nuestro país, y ahora es tal el caos, que empezamos a ahuyentarlos. Gracias, Anna, siempre fuiste inspiradora.