A propósito de la próxima adaptación audiovisual de El eternauta
La última vez que nevó en Buenos Aires fue en julio de 2007. Se trató de algo rarísimo: la penúltima ocasión en que los porteños habían visto copos cayendo del cielo fue en el invierno de 1918. Es decir, no existía casi nadie que viviera para contarlo. Más bien, tras la encantadora sorpresa, lo que muchos evocaron al tiempo que la cellisca se posaba en las veredas, en los autos, en las copas de los árboles fue un fenómeno de ficción. Una nevada terrible, un manto de muerte blanca que afortunadamente se dio solo en el papel, exactamente medio siglo antes de entonces. Los miles de devotos de varias generaciones recordaron el inicio del relato de Juan Salvo, mejor conocido como ‘el eternauta’.
De esta manera, fiel a su esencia circular, la más inquietante de las historietas argentinas celebraba su propia leyenda. Y es que, más allá de las interpretaciones y las coincidencias, hasta en lo anecdótico el mito del navegante de la eternidad y de su creador, Héctor Germán Oesterheld, parece una de esas conspiraciones del destino, cuando la realidad copia la fábula hasta el infinito.
Eran otros tiempos, en plena Guerra Fría, cuando el público, sobre todo los chicos, vivían fascinados con las aventuras de la ciencia ficción. La era dorada de los comic books importados de Estados Unidos había llegado a su fin, y mientras la televisión recién despuntaba en el horizonte del entretenimiento, Buenos Aires se convertía en un nuevo foco de la producción mundial de historietas.
La primera versión de El eternauta, la más recordada y acaso la mejor, se publicó a lo largo de cien sábados desde setiembre de 1957. La historia arranca la madrugada en que un guionista de cómics llamado Germán (muy parecido a Oesterheld), padeciendo un bloqueo creativo, ve materializarse a un individuo ante sus ojos. Se trataba de Juan Salvo, un tipo común devenido en héroe y condenado a viajar en el tiempo buscando a su mujer y a su hija. La historia que le cuenta a Germán, de cómo había llegado a esa situación, es la que tuvo en suspenso por dos años a cientos de miles de lectores que acudían a los quioscos de revistas.
La aventura de Salvo también había comenzado una fría noche, cuando él y un grupo de amigos se encontraban jugando truco en su casa del conurbano. Oyeron por la radio algo sobre una explosión en el océano, poco después se hizo un apagón, y fue entonces que asomaron a la ventana para deslumbrarse con una extraña nieve fosforescente que, junto al silencio, comenzaba a cubrir el paisaje. También vieron cadáveres y autos estrellados. Poco después, observaron cómo unos vecinos terminaron fulminados al primer contacto con la nevisca.
Afuera imperaba una anarquía brutal. Decidieron fugar de la ciudad, y fue así que descubrieron que lo que estaban viviendo era, en realidad, una invasión extraterrestre. La esposa y la hija de Salvo se quedaron en casa, y el grupo, bastante heterogéneo, se unió a los soldados de la resistencia y comenzaron a luchar en una guerra salvaje en la, entonces, apocalíptica capital.
Además de los personajes —la heroicidad representada como un colectivo, no como un solo hombre excepcional—, las amenazas —escarabajos gigantes, humanoides, alucinaciones, incertidumbre—, así como la intriga, las alusiones políticas y el ritmo adictivo; el encanto de El eternauta radica también en los escenarios: los lectores deliraron cuando se dieron las batallas dibujadas por el gran Solano López en lugares emblemáticos como la avenida General Paz, la Plaza Italia o la cancha de River. El terror nunca había sido tan próximo. Ello hizo también del relato un inquietante anuncio de la triste noche que estaba por llegarle a los argentinos.
Oesterheld era de profesión geólogo. Un tipo serio, ensimismado, trabajador, erudito. Todos lo recuerdan como un hombre que se expandía hacia dentro: con los amigos íntimos, la familia, solo. Quienes saben lo consideran el mayor narrador de aventuras de su país. Como Juan Salvo, vivía en una casita de las afueras de la ciudad con su mujer, Elsa Sánchez, y sus cuatro lindas hijas. Sánchez contaba que Oesterheld gustaba de cuidar las plantas: entonces pensaba en sus historias.
Empezó escribiendo cuentos, luego textos de divulgación científica, y finalmente historietas, en 1951, durante el furor del género. Trabajó para las mayores editoriales y revistas (Cinemisterio, Misterix), y pronto inventó algunos de los personajes y títulos más memorables de su arte, como Bull Rocket y el hermoso Sargento Kirk, al lado del italiano Hugo Pratt (parte entonces del think tank de la historieta del Río de la Plata). En 1957 creó su propia editorial, sacó dos revistas, y se puso a producir como nunca, incluso con seudónimos. Fue entonces que lanzó su obra mayor.
Un par de años después la empresa quebró, pero Oesterheld siguió produciendo y creando series legendarias (Ernie Pike, Sherlock Time, la tremenda Mort Cinder), trabajando con los mejores ilustradores de su tiempo, y gestando, cada tanto, secuencias de El eternauta. Quizá hubiera seguido así, quién sabe si hasta el nuevo milenio, de no ser por la grave crisis política que vivió la Argentina en los setenta, y que desbarró en lo que se conoció como Proceso de Reorganización Nacional, la atroz dictadura que gobernó entre 1976 y 1983.
El movimiento de resistencia Montoneros, de origen peronista, pronto se radicalizó y pasó a la clandestinidad, acogiendo a todos aquellos que decidieron enfrentar el abuso, sobre todo jóvenes. Como las hijas de Oesterheld y, para asombro de todo el mundo, el mismo Héctor Germán, un cincuentón circunspecto. Lo que siguió entonces fue una versión en extremo trágica del destino de miles de argentinos: el 19 de junio de 1976 Beatriz Oesterheld, de 20 años, fue secuestrada. Sería la única de sus hijas que Elsa Sánchez pudo enterrar.
A fines de julio capturaron a Diana (23). Escapó, pero la cogieron junto al marido. Oesterheld, quien seguía escribiendo escondido El eternauta 2, fue prendido en abril del 77, en La Plata. Poco después cayó Marina, de 19 años. En diciembre fue acribillada Estela, de 24, junto a su esposo y frente a su hijo.
En 18 meses Elsa Sánchez había perdido a toda su familia. Durante la guerra, Juan Salvo había sido separado de su mujer y su hija, y condenado a viajar en el tiempo para encontrarlas. Sánchez buscó a los suyos hasta su muerte, en 1990.
Hace unos días Netflix, a través de una campaña de intriga y ciertos trascendidos, ha dado a entender que estaría próxima la tan esperada adaptación de la historieta a miniserie, para lo cual habrían convocado a Bruno Stagnaro (Okupas) para la dirección, y nada menos que a Ricardo Darín para encarnar a Juan Salvo. Lo único malo es que se dejaría de lado a la genial Lucrecia Martel, quien llevaba muchos años detrás del proyecto.
Al final del relato, Salvo y el guionista Germán se dan cuenta de que la lucha con los invasores sucedía en 1963 y, como recién se hallaban en 1959, podían aún modificar el futuro. Por su parte, el personaje de la historieta nunca dejó de estar presente en la cultura popular, incluso fue usado políticamente por el kirchnerismo, que creó al patético ‘nestornauta’. Oesterheld jamás volvió. Sería lindo creer que regresará la próxima vez que nieve en Buenos Aires o que resucita con cada lector. Pero lo cierto es que él y sus cuatro hijas fueron asesinados por el terrorismo de Estado.
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La Revista Hora Cero albergó tal vez la mejor historieta de todos los tiempos en Argentina.
La tragedia que se relata sobre la familia Oesterheld, incluido a Héctor Germán, refleja la constante convulsión que ha vivido el país gaucho, con la que los peruanos mantenemos fuertes lazos.
Tal vez Oesterheld imaginó que estaba en el futuro y que podía modificarlo para salvar del oprobio a los argentinos, una delusion que le costó la vida y la de sus hijas.