Una visita que estremece


El viaje a un pasado que aún resuena con fuerza en estos días


La semana pasada tuve la oportunidad en Buenos Aires de volver a lo que fue la Escuela Superior Mecánica de la Armada, conocida como la ESMA, uno de los centros clandestinos de detención más violentos utilizados por la Junta Militar que se hizo ilegalmente del poder en 1976, hasta dejarlo luego de la derrota en las Islas Malvinas en 1983.

El complejo cubre varias manzanas en la Av. Libertador, una de las más emblemáticas de la ciudad, colinda con el Río de la Plata y debe ser, sin duda, uno de los pedazos de bienes raíces más codiciados de la capital argentina. Rodeado de elegantes edificios contemporáneos, sus pabellones de ladrillo claro construidos a principios del siglo XX descansan rodeados de tranquilos jardines. Si hubiera dependido de algunos, se habrían demolido para formar parte de los modernos alrededores que le dan la espalda al pasado, especialmente al más turbio y difícil.

El caso de la ex-ESMA, ahora Museo Sitio de la Memoria, nos sirve para ilustrar cómo las sociedades que han vivido esta clase de violencia buscan lidiar con lo sucedido, de qué manera esto no es nada fácil y cómo todos estos procesos rara vez siguen una línea recta. El local donde la Marina entrenaba a sus oficiales era también donde se torturaba y desaparecía de manera sistemática a quienes los militares habían decido que eran un riesgo para su visión de sociedad.

Alrededor de unas 30.000 personas fueron detenidas y desaparecidas en unos seis años. Los centros clandestinos de detención se repartieron por toda la ciudad de Buenos Aires y por todo el país, y si bien la ESMA no fue el único, fue uno de los centros de exterminio más temibles, donde muchas de las mujeres que llegaron embarazadas dieron a luz en condiciones infrahumanas y cuyos bebés fueron apropiados y sus identidades cambiadas. Un gran número de los detenidos fueron drogados y arrojados al Río de la Plata desde aviones, mientras que otros fueron torturados hasta morir y sus restos calcinados en hornos y parrillas. Solo algunos pocos lograron sobrevivir para contar los horrores de lo sucedido.

El legado de estos años de terror es realmente impactante y la reacción en la Argentina fue inmediata. Se llevó a cabo un juicio a las Juntas que acaba de ser llevado al cine —Argentina 1985, 2022—, y en la película Ricardo Darín hace el papel de Julio Strassera, el fiscal que logró encontrar justicia y llevó a los principales culpables a la cárcel. Sin embargo, pese a que el castigo fue inmediato y ejemplar, en 1990 el presidente Carlos Saúl Menem dio una amnistía a los generales, y un año antes lo había hecho con unos 220 militares y unos 70 civiles. Esta década fue de impunidad y retroceso, y las madres y abuelas que habían salido a la calle a pedir por sus hijos y nietos desde los tiempos de la dictadura siguieron dando vueltas a la Plaza de Mayo con sus pañuelos blancos cubriendo sus cabezas y las fotos de sus desaparecidos colgadas del pecho. A ellas se unieron los jóvenes, algunos hijos y sobrinos de los desaparecidos, y otros que, aun sin tener una conexión personal, siguieron pidiendo justicia.

Durante este tiempo el ex-ESMA se mantuvo intacto y vacío, pero entonces comenzó la discusión sobre qué hacer con ese inmenso espacio. Fue finalmente durante el gobierno de Néstor Kirschner en 2004 que se decidió convertirlo en un espacio para la promoción de la justicia y la memoria. El espacio es, además, una prueba judicial y por lo tanto tiene muchas limitaciones a lo que se pueda hacer allí. Yo lo visité en 2008. Entonces no se le había hecho ninguna intervención y el espacio se visitaba con un guía que iba explicando los horrores que habían sucedido en él. Era realmente escalofriante estar allí e imaginar todo lo que se narraba y el que estuviera completamente vacío ayudaba al impacto. La semana pasada volví y pude ser testigo de la intervención museográfica que se hizo en 2015 en un pabellón, el del llamado Casino de Oficiales, donde se llevaban a cabo las torturas.

En el último piso, encima de las habitaciones donde dormían los oficiales, están los espacios donde se tenían a los prisioneros encapuchados y con grilletes. El lugar ya no está vacío, pero las intervenciones han sido mínimas y muchas de ellas muestran videos con los testimonios de quienes estuvieron allí, algunos grabados en 1985, y otros en el juicio que se abrió contra los perpetradores en 2010. Es estremecedor ver y escuchar a las personas que fueron torturadas en ese lugar explicando lo que les pasó. El espacio cobra aún más sentido y uno puede comprender la dimensión del horror.

En sociedades como las nuestras, que han visto tanta violencia, y donde los vaivenes entre la justicia y el olvido son tan comunes, es necesario seguir recordando lo sucedido y, para ello, los espacios de memoria, así como los museos, son fundamentales. Ya que en el Perú es posible que los perpetradores de la violencia alcancen cargos públicos, no debemos de dejar de luchar por mantener la memoria de lo sucedido.


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1 comentario

  1. Jorge Iván Pérez Silva

    Estremecedor, en verdad, comprobar de lo que somos capaces los seres humanos.

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