Un sistema con 150 años de retraso


El cambio de paradigma que requiere nuestro mercado del trabajo


El domingo 1 de mayo se celebró en gran parte del mundo el Día Internacional de los Trabajadores. En él se recuerda la lucha sindical en Chicago en 1886 por la jornada laboral de las ocho horas. Eran los inicios de la segunda revolución industrial y varias cosas venían ocurriendo en el mundo de la producción y el trabajo. Tres años antes, los trabajadores alemanes reclamaban seguros en caso de enfermedad y Otto von Bismarck introdujo el primer plan de protección social para obreros. Tanto la jornada laboral de ocho horas como la seguridad social para los trabajadores han sido adoptadas en la mayoría de los países del mundo. En su momento, ambas fueron magníficas soluciones a problemas de aquel entonces en esas latitudes. ¿Pero qué sentido tienen en el Perú de hoy?

Partamos de una lamentable e inocultable verdad: en este país somos expertos en encontrarle una salida a la regulación para conseguir ventajas de corto plazo. A los peruanos nos resulta muy fácil convertir a la regulación en letra muerta.

Pensemos en el trabajador que toma una segunda o una tercera jornada laboral, acumulando diez o más horas de trabajo diarias. Asumamos que en su primer empleo tal trabajador cotiza en EsSalud: ¿qué sentido tiene que lo haga también en sus otros empleos? Pensemos ahora en la pareja del trabajador: ¿qué sentido tiene para esta segunda persona cotizar a EsSalud si su cónyuge ya consiguió cobertura para ambos y el resto de su familia? La protección social vinculada al empleo fue pensada en un mundo en el que había solo un trabajador con un solo empleo en cada hogar. Esto probablemente tenía sentido siglo y medio atrás, hoy no. 

Pensemos ahora en los acuerdos bajo la mesa que hacen un trabajador y un empleador para no registrar un contrato de trabajo y, por lo tanto, evitar pagar EsSalud y la AFP. Sin embargo, el trabajador que renuncia a estas cotizaciones sigue necesitando los servicios de un seguro de salud y de pensiones. Entonces, la reacción del Estado es no desamparar a la población y ofrecer servicios como el Seguro Integral de Salud (SIS) y Pensión 65. Con ellos se consigue cobertura de salud y pensiones sin necesidad de cotizar a través del trabajo. Aquí, los desincentivos a la formalidad laboral son claros. Un análisis detallado de esta espiral de buenas intenciones y malos resultados puede encontrarse en este estudio que preparé el año pasado para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. 

Aquí un lector distraído podría concluir que tanto el SIS como Pensión 65 deberían eliminarse porque “así no se desincentivaría la formalidad desde el propio Estado”. Pero hay un problema: ¿qué haríamos con los millones de personas, la gran mayoría del país, que no cotizan en seguros de salud o pensiones porque no tienen un empleo para ello? Lo que toca es cuestionarnos el otro supuesto.  ¿Por qué es necesario obligar a las personas a destinar parte de su sueldo a seguros de salud y de pensiones, si estos pueden ser provistos por el Estado para todos (o todos los que lo necesiten)?

Esto implica un cambio de paradigma sobre lo que hemos aceptado como obvio por demasiado tiempo. Y nos lleva a dejar de pensar en la salud y en las pensiones como derechos laborales, para pasar a pensarlos como derechos universales. La propuesta no es nueva, viene discutiéndose desde hace algunos años. Hay buenas estimaciones de los costos y los beneficios, con rutas para la transición del statu quo al nuevo escenario.

Vale la pena anotar que el artículo 22 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.” El derecho es para toda persona, no solo para los trabajadores formales. 

Si se elimina la necesidad de separar parte del salario para pagar salud y pensiones es muy probable que se consigan mayor generación de empleo y menor informalidad laboral. Esto puede generar varios otros efectos positivos en la economía.

En la discusión laboral, los gremios de trabajadores han sido muy firmes en la defensa de sus derechos, por razones muy entendibles. Esta propuesta, sin embargo, lejos de ser un recorte de derechos, es una expansión de estos. No debería ser difícil generar consensos con gremios genuinamente interesados en el bienestar de la población. 

Ahora bien, si los derechos a la salud y pensiones pasan de ser derechos laborales a humanos, su financiamiento debe expandirse en la misma dirección. Lo que correspondería en este caso sería pagar estos derechos con impuestos generales. Una opción obvia para esto sería aumentar algunos puntos al IGV. Esto merece análisis y debate, algo que continuaremos haciendo desde aquí.

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