Un desayuno y nuestros trámites


¿Puede el refuerzo positivo cambiar la relación entre los ciudadanos y la burocracia?


Llego al comedor del hotel y la anfitriona me pregunta el número de mi habitación. Una vez que se lo digo, elijo una mesa y luego recorro el buffet para servirme el desayuno. Al rato, mientras mastico la fruta, la misma señorita se me acerca.

—¿Me dijo 702, verdad?

—No, 722.

Su rostro se distiende. Imagino que cuando revisó en su pantalla el estado de mi habitación —con el número que entendió—, el cuarto le apareció como vacante, o con una mujer como huésped. Ahora que la veo alejarse a confirmar la habitación con el número correcto, me pierdo en divagaciones sobre las medidas de seguridad de los hoteles contra quienes gorrean comidas gratis. Como es usual, este hotel no pide identificación al pasajero cuando el desayuno está incluido, y me imagino que más de un avivado debe haber aprovechado esta costumbre para dar un número de habitación a la de dios y confiar en el azar.

El tren de mis pensamientos me lleva a otros parajes y aborda un reciente recuerdo con mi novia: ella y sus hermanas tienen una propiedad que alquilan a través de Airbnb y, hace poco, le contaba a una amiga que nunca hace un inventario de los utensilios: prefiere confiar en que los inquilinos le dirán si rompieron algo y, según ella, el ahorro del fastidio ha valido más la pena que los daños pasados por alto.

Le doy un sorbo a mi café, y ahora me visitan los trámites que he hecho en los últimos tiempos ante entidades del Estado. Me doy cuenta de que estos han sido infinitamente más incriminatorios a priori que mi novia. Ya se sabe: declaraciones juradas, huellas digitales, constancias notariales: documentos probatorios que me harían sentir realmente indignado si es que la señorita anfitriona del hotel se hubiera puesto en ese plan por orden de sus superiores.

Me pongo entonces en plan optimista, quizá ingenuo, y me pregunto qué ocurriría si es que nuestro Estado empezara a probar un enfoque inverso que nos ahorrara a todos tiempo y recursos. ¿Será que tanta información negativa y de destapes criminales en los medios y redes ha asentado la noción de que las costumbres delictivas de los protagonistas de las noticias son proporcionalmente trasladables a las costumbres de los ciudadanos comunes? ¿Estarán nuestras lentes y discusiones tan enfocadas en el racimo de crápulas que han acaparado el poder político, que hemos olvidado que el grueso de nuestros compatriotas no son tan deshonestos como ellos?

No obstante, una pesquisa en Internet desalienta mi optimismo: un experimento social realizado hace cinco años en 40 países, colocaba al Perú entre las tres poblaciones que menos devolvían una billetera sembrada al azar, e imagino que con la pobreza actual y la conchudez de nuestros representantes, quizá hoy saldríamos hasta peor.

Es claro que mientras más perciba un ciudadano que su sociedad es corrupta, más fácilmente se dejará llevar por esa corriente. Y, sin embargo, pienso en una variante de aquel experimento: ¿y si a esos peruanos que recibieron la billetera con el encargo de devolverla, el desconocido les hubiera mirado a los ojos con la frase “sé que la entregarás”? ¿Y si además esos mismos peruanos intuyeran que existe una consecuencia negativa si no la devuelven, y una positiva si lo hacen?

¿Qué ocurriría si el Estado implementara un enfoque inusual en esta atmósfera de desconfianza y alentara el refuerzo positivo en su relación con los ciudadanos? Me refiero al tipo de relacionamiento que he tratado de fomentar con mi familia, amigos y, sobre todo, con mis hijas: ese que proclama que mi primera elección será confiar en ellas, pero que obviamente habrá consecuencias si dinamitan esa confianza.

Siendo realistas, es claro que si el Estado empezara a anteponer la confianza a la desconfianza en ciertos trámites de bajo riesgo, cierto porcentaje de compatriotas trataría de sacarle la vuelta a esa valla baja, pero sería interesante poner a prueba en un plan piloto la hipótesis de que serían muchos más los bien intencionados, con lo cual nos ahorraríamos ingentes recursos.

¿Cambió mi novia su enfoque por el par de inquilinos que rompieron vasos o mancharon sábanas sin avisarle? Si no lo hizo, es porque le salía más caro implementar un engorroso sistema de seguridad, que simplemente confiar y luego calificar a sus huéspedes. Tratándose de los trámites con el Estado, una muerte civil —o un coma transitorio—, podría ser un disuasivo para quienes atenten contra esa simplificación basada en la confianza.

Ahora que he terminado mi desayuno, le pregunto a la amable anfitriona si, siguiendo el sistema de control del hotel, alguna vez se le había colado algún comensal que no pagó.

—Hace años, una señora —me respondió—. ¿Por qué?

—Porque quizá escriba sobre eso— le respondí.


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2 comentarios

  1. Adriana medina

    Yo también suelo confiar en la buena voluntad de las personas, e intento corresponder esa confianza cuando estoy del otro lado de la moneda, sin embargo los sistemas, si bien engorrosos, se crean a partir de experiencias, imagino malas y costosas, dejarle la responsabilidad a la consciencia de las personas es un riesgo que quizá ningún país esté dispuesto a correr

  2. Jorge Atarama Sandoval

    En mis ventas en linea les digo a mis clientes que me paguen una vez recibido el producto que envío por correo privado (unas almohaditas rellenas que se calientan al microondas), llevo años con ese sistema y ningún cliente me ha fallado.

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