“Tú no existes”, o la guerra cultural detrás del conflicto ruso-ucraniano

Pablo Rosselló estudió Filosofía y Sociología. Trabaja desde hace 18 años para el British Council, con el que ha liderado proyectos de cultura y desarrollo en más de 100 países. Ha vivido y trabajado en Londres, Kiev y Buenos Aires. Vive en Londres.
Vista de una manera, con la guerra en Ucrania asistimos al peor divorcio de la historia. Una especie de Guerra de los Roses geopolítica de repercusiones globales, que amenaza con una nueva guerra nuclear y la hambruna del África subsahariana, y que distrae al mundo de la crisis climática. Se trata, sin duda, de un divorcio bastante sui generis: la parte ucraniana le dice a la rusa: no eres tú, soy yo; he conocido a un liberal republicano europeo y me encanta; es hora de salir con otras personas. El lado ruso, a cambio, le responde con un argumento ontológico: aquí no hay ni un tú, ni un yo; aquí hay un nosotros. Tú no existes sin mí.
Más que un divorcio, claro, lo que está teniendo lugar es un tardío proceso de descolonización, donde Rusia —desplegando su nueva “tecnología política” de mentiras y distorsiones históricas— cuestiona, de cara para afuera, el ser de la identidad colectiva del país más grande de Europa. El argumento es escandaloso no solo históricamente, sino porque dudo que el mismo Putin se lo crea. En su base hay un cinismo populista que ha tenido que construir un otro-agresor para aglutinar el apoyo y consenso político local, y así perpetuarse en la presidencia. Cuando el autócrata ruso describe la guerra como un proceso de “desnazificación”, lo que quiere es descalificar a Ucrania como una república política y moralmente correcta, porque lo último que Putin necesita en este momento es un vecino democrático y próspero. Todo se contagia, y más aún si está del otro lado de la frontera —y viene en alianza con la OTAN y la Unión Europea—. Es verdad que alguna vez hubo una alianza entre el nazismo y la ultraderecha nacionalista ucraniana: duró un par de años (1941-42), hasta que los nazis empezaron a deportar ucranianos —llegarían a ser dos millones— a campos de trabajo forzado. Los nacionalistas ucranianos vieron la posibilidad de independizarse de Moscú; los nazis vieron subhumanos y Lebensraum. Los ucranianos apostaron finalmente por Occidente, en gran medida, traumatizados por el combo del horror que significaron las purgas estalinistas y la Gran Hambruna, donde murieron 4 millones de campesinos ucranianos y los padres se comían a sus bebés. Sin embargo, Ucrania, históricamente —según el discurso del Kremlin—, ha sido siempre susceptible a la corrupción de Occidente, y de lo que se trata ahora es de salvarlos de ellos mismos.
Desde el comienzo —y antes de la invasión militar rusa, que empezó en Crimea en 2014—, el elemento cultural, la idea del nosotros, es el eje sobre el cual gira toda la ofensiva rusa. Habiendo vivido en Ucrania varios años, estoy convencido de que este discurso se nutre de lo poco que conocemos en Occidente sobre la historia de esta región —llamémosla el oriente eslavo—. En el imaginario occidental no existen países reales, no existe nada entre Polonia y Rusia. Rusia y Ucrania comparten, sin duda, orígenes comunes. En el comienzo (hacia el 900 DC) estuvo Kiev, que surgió como nudo comercial en la ruta entre Escandinavia y Bizancio. Mientras Europa occidental languidecía en la oscuridad de la Edad Media, la vida florecía en el este, donde del intercambio económico y cultural entre vikingos y griegos nació el mundo eslavo. Kiev es el Cusco, el ombligo del oriente eslavo: ahí surge la lengua madre de la que nacerá el ruso y el ucraniano; ahí surge también el cristianismo ortodoxo, que bebe del culto bizantino. Después de la invasión mongola del siglo XIII, Kiev queda en ruinas y el poder migra al norte, donde aparece Moscú como nuevo principado hegemónico. Desde entonces, los destinos de Moscú y Kiev se separan: Iván IV “el Terrible” expande su principado hasta convertirlo en un reino; Kiev cae bajo la órbita de la Mancomunidad Lituano-Polaca, en su momento la entidad política más grande de Europa. Es en sus fronteras orientales donde aparecen los cosacos —el emblema por excelencia del ucraniano, en su mayoría siervos en fuga—, que sirven a Varsovia como barrera contra las incursiones turcas. Viven en casi total autonomía, hasta que dos hechos fundamentales alteran el curso de su independencia: el tratado de Pereislav de 1654, donde los cosacos se alían con Moscú en busca de protección contra el abuso de los señores feudales polacos; y la batalla de Poltava de 1721, donde, vueltos al bando occidental, los cosacos —en alianza con el ejército de Carlos XII de Suecia— son derrotados. Desde entonces, el futuro ucraniano queda atado al imperio ruso por los siguientes 300 años. Catalina la Grande rusifica el este y sur de Ucrania, y funda Odesa. De cuando en cuando, el nacionalismo ucraniano renace: primero, durante el siglo XIX, en pleno auge del nacionalismo europeo, cuando surgen grupos académicos que buscan recopilar y documentar el lenguaje y cultura ucranianas. La censura zarista les cae con todo su peso. Luego, durante la guerra civil que le sucede a la revolución rusa, Ucrania encontrará una pequeña ventana y se declarará república autónoma. Aunque sobrevivirá pocos meses, Kiev tendrá que ser invadida dos veces por los bolcheviques para integrarla definitivamente al proyecto soviético.
Tener orígenes comunes no significa compartir la misma identidad. Pregúnteselo a mis hermanas. A nivel de la voluntad histórica, las direcciones ucranianas y rusas aparecen en contradicción la mayor parte de las veces. Aquí lo que hay es colonialismo de manual. De hecho, y aunque de forma más implícita, el discurso de Putin parecería presentar una forma velada de ajuste de cuentas histórico con Ucrania. No olvidemos que la caída de la URSS, decretada con la renuncia de Gorbachov en la Navidad de 1991, tiene lugar después del referéndum de independencia ucraniano el 1 de diciembre de 1991. Con un resultado del 92 % a favor del sí —el Donbás con un 84 %—, Ucrania se separó de Moscú con la URSS todavía viva, aunque agonizando. El declive de la URSS venía de largo, pero sin su segunda república más grande —con 42 millones de habitantes, cerca del 18 % de la mano de obra y contribuyente con el 18 % de su PBI—, Rusia no tenía más opción que disolverla: le hubiera sido económicamente imposible pagar sola los subsidios necesarios para mantener a flote a las otras repúblicas de la Unión. El imperialismo ruso necesita de Ucrania económica y simbólicamente. Sin Ucrania, Rusia es solo una república aislada de Europa y con un enorme patio trasero lleno de complejas dinámicas étnicas, bosques y estepas vacías, subdesarrollo y pobreza.
Cumplidos dos años de esta guerra, el panorama se vuelve cada día más incierto. La toma rusa de Avdiivka —la “puerta” al Donbás— y el estancamiento político en Washington alrededor de los 60 billones de dólares de ayuda militar a Kiev parecerían indicar que la balanza se inclina, después de tanto tiempo, a favor de Moscú. La reciente filtración alemana sobre la presencia de soldados británicos en suelo ucraniano aumenta, a la vez, la amenaza de una expansión del conflicto. Lo único cierto, además de los hechos alternativos que emanan del Kremlin, es que estamos ante un orden geopolítico internacional totalmente nuevo, y que este conflicto es quizás el que mejor lo ejemplifica. La historia, como pretendía Fukuyama, no acabó con la Guerra Fría. Ha surgido un nuevo escenario donde la lucha del liberalismo es contra formas de nacionalismo populista dictatorial, de un tipo no visto desde los años 1930, y del cual la Rusia de Putin no es más que uno en una larga y creciente lista.
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Me recuerda, a escala contemporánea, la reacción francobritánica a la crisis de Suez de 1956. Es muy difícil convencer a un país que ha sido imperio (y actuado como tal) a que deje en pocos años sus nostalgias imperiales. Franceses y británicos solo pudieron hacerlo (y con límites, veamos la «Françafrique») por limitaciones de dinero, además de la falta de apoyo yanqui para congelar el tiempo.
Y la actual Rusia -un imperio desde que Iván el Terrible tomó Kazán hace medio milenio- no renunciará a sus nostalgias fácilmente, actuando en una versión eslava del melodrama latinoamericano «Te quiero muerta antes que con otro». En el Kremlin no se espera reeditar otra derrota como la de Nicolás II en 1905… y menos la «tragedia» de 1991 (Putin dixit) que Gorbachov no pudo detener.
Mientras Ucrania ve el conflicto como «guerra de liberación», Rusia fantasea con «la reconquista del imperio perdido»… cuando Putin dijo que la disolución de la URSS fue una «tragedia» no era nostalgia del comunismo sino nostalgia del «Imperio» y los rasgos de «grandeur» asociados a tal concepto… difícil pensar que un ex funcionario de la KGB aceptase mansamente que -por capricho de unos ucranianos que se creen belgas o daneses- la actual Rusia «pierda» una «herencia» asociada a su historia, tamaño geográfico, y volumen de población.