Queridos emigrantes


¿A quiénes escuchar para que los jóvenes no quieran irse del país?


Hijas, amigas y amigos de mis hijas, compañeras y compañeros de su generación:

Sus padres, tíos y compatriotas mayores les hemos fallado.

O, al menos, eso es lo que siento cuando leo esa encuesta reciente que dice que 6 de cada 10 jóvenes peruanos quiere irse del país. Hace algo más de treinta años el desánimo de mi generación era parecido y, aunque ustedes ya deben haber oído las razones de entonces, no me resisto a repetir mi propia cantaleta.

Solo diré que por entonces, un amigo que iba al colegio encontró una oreja en el piso de su paradero: había volado horas antes desde un edificio de la avenida Benavides en que habían colocado explosivos. Cuatro noches antes de aquel atentado también había estallado un coche en la calle Tarata, y mi hermano tuvo que ir a reconocer el cuerpo de su mejor amigo, de quien solo quedaba un pedazo de espalda identificable. Y eso que estoy hablando solo de un distrito privilegiado de Lima, y no de las comunidades andinas y selváticas que fueron arrasadas enteras. Cómo olvidar, también, que algún tiempo atrás, hacia 1989, yo era el encargado de redactar los avisos de un banco importante y de anunciar sus tasas de interés: eran cifras de tres dígitos, que el banco nos hacía cambiar varias veces antes de mandarlas al periódico, pues la hiperinflación era más veloz que nuestras manos. Y cómo no recordar, también por entonces, el insólito día en que los habitantes de Lima abrimos nuestras griferías para comprobar que de ellas salía agua mezclada con caca.

Hoy son otras las señales de violencia y de degradación de los servicios y la coexistencia colectiva: asaltantes que descargan balas a cambio de un celular, compatriotas que no encuentran un médico en un centro de salud cuando ocurre una emergencia; taxistas, microbuseros y colectiveros que taponan el tráfico en cualquier parte porque tienen permiso de las autoridades, universidades que estafan con carreras que serán inútiles, protectores del medio ambiente que son asesinados, ciudades que son arrasadas una y otra vez cuando llueve en exceso, y otros ejemplos más que mejor evitaré para no desalentar esta lectura.

Es claro que los antiguos horrores que describí y que explican la emigración de mi generación son distintos de los actuales, pero apuntan a la misma sensación: que no existe futuro viable. La diferencia entre entonces y ahora es que hace tres décadas el fuego nos obligaba a saltar por las ventanas, mientras que la decepción de hoy se ha ido cociendo a fuego lento. Luego de experimentos estatistas, de un proteccionismo que incapacitó a nuestras industrias, de imprimir más billetes como remedio, y de luchar contra un terrorismo desquiciado de ideología marxista-maoísta tropicalizada, decidimos creer que los partidos políticos como los conocíamos y cualquier tendencia que no fuera liberal habían sido los causantes de nuestras desgracias y, como hace cualquier víctima asustada, decidimos voltear el timón hacia la dirección más apartada posible del lugar de nuestros sufrimientos. ¿Para qué un sistema de instituciones separadas, si un salvador como Fujimori podía hacerse cargo de todo? ¿Por qué no privatizar lo más que se pudiera, si el mercado en libertad podía ser más eficiente que el estado mastodóntico?

Como deben sentirlo hoy en carne propia, queridos jóvenes, se nos pasó la mano.

Hoy no salen excrementos de nuestras cañerías, pero una ministra de Estado sale campante a decir que hay que verle el lado bueno a bañarnos algunos días con una tacita de agua.

Y, así como la encuesta reciente habla del deseo de emigrar de 6 de cada 10 jóvenes peruanos, nos revela también un dato escalofriante por la coincidencia de las cifras: que en los últimos tres meses, 6 de cada 10 peruanos ha pasado hambre al menos durante un día. 

El tigre sudamericano que alucinamos ser durante el boom de los metales terminó siendo, pues, un gato que lame sus heridas. Mucho he pensado sobre las razones de este retroceso, pero si tuviera que elegir una que las aglutine, le apostaría a esta: en estos treinta años dejamos que el objetivo del lucro privado primara sobre el del bien común. Permitimos que el tráfico de nuestras calles fuera tomado por empresas y emprendedores de todo tamaño que anteponen la ganancia diaria en sus carreras salvajes, que hubiera universidades e institutos que privilegiaran el llenado de sus arcas así tuvieran que enseñar carreras truchas y mostrar fachadas de cartón, que quienes tuvieran que fiscalizar esos excesos fueran constantemente asediados para que el dinero siguiera circulando; que los partidos políticos, que debían ser agentes intermediarios entre los ciudadanos y el poder, se convirtieran en trampolines de los rufianes hacia el Estado. Dejamos, incluso que una enorme parte de la policía, la fiscalía y los jueces que debían servir al ciudadano se convirtiera en socia de todos esos delincuentes.

Emborrachados por ese sucedáneo tramposo de la modernidad que es la modernización, apartamos las reformas que debían consolidar nuestras instituciones, nuestra competitividad para atraer inversiones de calidad y nuestra calidad educativa. Y en un acto definitivo de suicidio colectivo, alojamos a las mafias en nuestro propio Estado: basta con recordar cuántos alcaldes y gobernadores han resultado ser dignos de cárcel en estas décadas y cuántos directivos, ministros y hasta presidentes han escondido dinero en paraísos fiscales, inodoros, maletines y loncheras. En otras palabras, dejamos que la calidad de nuestras vidas fuera el último interés de quienes delinquen para mejorar la suya.

Sin embargo, no todo es tan oscuro.

Al contrario de nuestra diáspora de hace décadas, hoy ya no podemos echarle la culpa de nuestras desgracias a unos terroristas desquiciados, ni el país tiene una deuda externa impagable que por entonces nos carcomía los sesos: un reciente informe de la OCDEnos dice que si hiciéramos un ambicioso paquete de reformas para fortalecer a nuestras instituciones, elevar nuestros resultados educativos y mejorar la tributación, nuestro país duplicaría sin esfuerzo su PBI per cápita en menos de 30 años. Y esta vez sí estaríamos hablando de un crecimiento como consecuencia del desarrollo y no de una prosperidad transitoria.

Por ello, váyanse del país, si así lo desean. Quién los va a culpar.

Pero, estén donde estén, nunca se vean tentados por esos héroes mesiánicos que prometen cambiar el país con varitas mágicas como el esfuerzo individual, la mano dura y el insulto a los adversarios. En su lugar, préstenle atención a todo aquel que proponga e impulse las reformas políticas que necesitamos para cambiar este circuito perverso. 

En treinta años ya no viviré para escribirle un nuevo recordatorio a mis nietos y, gracias a ustedes, espero que no sea necesario.


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