¿Qué hacemos con esta ciudad mortal?


Mientras exigimos una gran reforma del transporte, ¿podemos aportar algo individualmente?


Hace unas semanas volví a Lima de un viaje turbulento y, apenas bajé del avión, le envié un mensaje a mis hijas: «Aterricé bien. Ahora solo falta la parte más peligrosa: la avenida Faucett».

Lamentablemente, un par de hechos le dieron al poco tiempo una dimensión macabra a mi comentario: mi hermano tuvo un accidente en moto —no grave, por fortuna— por culpa de una señora que metió la trompa de su carro en una avenida principal. Y, la noche anterior, Elio, el joven portero de mi edificio, murió atropellado por una camioneta en San Juan de Miraflores, dejando viuda y cuatro huérfanos.

Que el tráfico de una sociedad se convierta en metáfora y compendio de sus males no se explica por una sola razón: digamos que el tráfico de Lima es el resultado de todas las malas decisiones que hemos excretado como transeúntes, conductores, ciudadanos y electores.

Hace tres décadas consentimos que el Ejecutivo transformara a nuestras calles en territorio del libre mercado, atomizado en empresas de transporte que acentuaron la precariedad: cada pasajero se convirtió ya no en un ciudadano que debía ser transportado, sino en una presa a ser cazada contra el tiempo. Y cuando nace un mercado, también aparecen los corruptos que medran con él: las mafias no solo se dedicaron al transporte, sino que también tuvieron su contraparte dentro de la propia Policía Nacional: efectivos que siguen permitiendo la impunidad y la reincidencia de conductores salvajes a cambio de un peaje clandestino que aterriza en sus bolsillos.

Pensemos también que el discurso individualista de las últimas décadas, ese que ensalza al peruano que sale del abismo por sí solo —y que soterradamente exculpa al Estado de su ausencia— tiene su lado oscuro en las pistas: ¿meter el carro sin pensar en el otro no contiene acaso ese factor no solidario? ¿No avisar con la luz direccional nuestro próximo viraje no es otro síntoma de que el otro no importa? Añadamos a la dinamitación de un discurso a favor de la convivencia la destrucción de su ejecución urbana: cuando los alcaldes no crean áreas públicas ni verdor, encementan un patio en el que millones de personas presionadas para ganarse la vida van a agarrarse a trompadas con un volante y un acelerador de por medio.

Los requisitos para salir de esta pesadilla son conocidos, o se infieren de lo ya expresado.

Por ello, ahora me emerge esta pregunta como bocinazo en hora punta: mientras llegan las reformas para deshacernos de los mercantilistas y mafiosos, ¿qué podemos poner los limeños de nuestra parte para aligerar en algo nuestra mala fama y, sobre todo, no morir en el intento? ¿No es verdad que el tráfico está compuesto por nosotros mismos —lo hacemos todos, en verdad— y qué quizá en nosotros mismos pueda nacer un paliativo?

Así, pues, mientras llegan las líneas de metro que nos faltan, los buses articulados, las ciclovías, una educación ciudadana basada en la solidaridad y, sobre todo, la elección de autoridades sensatas, quizá los siguientes actos nos hagan menos mortal la espera. 

Siéntase libre de corregirlos o de añadir los suyos:

No detenga un taxi o un vehículo a mitad de cuadra: dejemos de alentar nosotros mismos el desorden.

Cuando vea un vehículo pasándose una luz roja, o transitando por el carril de emergencia, tómele foto: que las redes empiecen a hacer presión social.

Si es un vecino de espíritu activo, organícese para que el alcalde de su distrito mejore la coordinación de los semáforos: es lo mínimo que debería hacer aunque sea un inepto.

Cuando vea que un conductor tapona el tráfico en una intersección, o se estaciona conchudamente en doble fila, detenga el impulso de su hígado —es muy difícil, lo sé— y hágale ver cortésmente lo mal que ha procedido: el insulto solo hará que se ponga a la defensiva y olvide convenientemente su falta, mientras que lo primero quizá lo lleve a la reflexión.

Si es conductor y cambia de carril a cada instante con la esperanza de ganar espacio, evite esa tentación: no solo es arriesgado, sino que está comprobado que, a la larga, entorpece el flujo del tráfico. 

El resto, ya lo sabe: aliente el uso de la bicicleta, busque compartir el espacio en los autos, anímese a caminar cuando su destino esté a menos de cinco kilómetros. 

Y comparta estas ideas con otros vecinos.


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