Mientras no reformemos bien el mercado de trabajo es poco lo que se puede hacer para crear un buen sistema de pensiones.
El sistema privado de pensiones es una de las instituciones más impopulares del país, y razones no nos faltan. Por eso el tema fue uno de los más importantes en las elecciones congresales de enero. En los próximos días se someterá a votación una propuesta de reforma. Sin conocer muchos detalles, tengo una certeza: no resolverá el problema de fondo. Lamentablemente.
Lo poco que se conoce al momento son los lineamientos generales difundidos por la comisión a cargo de la reforma. El nuevo sistema de pensiones mantendría el uso de cuentas personales, ofrecería una pensión básica universal, impulsaría incentivos para el ahorro previsional (con capitales semilla) y se impulsaría la cultura previsional en el país. La verdadera novedad está en que las cuentas personales tendrían dos componentes: uno para la pensión del afiliado y otro para la redistribución (entre los afiliados o entre los ciudadanos, no está claro aún).
Esto último ha levantado las cejas de varios, algunos con agrado, otros con temor. Se trata de la famosa discusión sobre si el sistema de pensiones debe ser de reparto (como el segmento público, la ONP) o de capitalización individual (como el segmento privado, el de las AFP). En el mundo existen ambos tipos de sistemas sin evidencia clara de la superioridad de alguno. Cada uno tienes sus pros y sus contras.
Dado el desarrollo de la evidencia actual, la discusión sobre la capitalización individual versus el reparto es, en el fondo, una cuestión de fe. Esto me lleva a una metáfora. Es como si estuviéramos enfrascados en una discusión muy acalorada sobre si queremos poner un altar para el santo de nuestra devoción en el segundo piso de la casa. Unos quieren ponerlo al lado de la ventana que recibe el sol por las mañanas, otros quieren ponerlo frente a la ventana del lado opuesto, para que el sol del atardecer ilumine al santito.
Esa discusión es irrelevante porque está en un segundo piso que es demasiado endeble. No va a aguantar mucho tiempo si no hacemos reformas serias en el primero. Ese primer piso es, hoy por hoy, nuestro mercado de trabajo. De ahí sale el financiamiento para las pensiones.
Tenemos un mercado de trabajo disfuncional. Seguramente el lector ya ha escuchado que solo tres de cada 10 trabajadores peruanos tienen un empleo desde el que cotizan a un sistema de pensiones. Eso de por sí ya es un no-punto de partida. Pero hay más. Los trabajadores afiliados al sistema tienen mayores ingresos que el resto. Hay una contra-alineación demasiado grande: quienes más se beneficiarían de una pensión son quienes menos capacidad de ahorro tienen en el presente.
Seguramente ha escuchado también que somos un país de emprendedores. La evidencia es que cuatro de cada 10 trabajadores “son jefes de sí mismos”. Algo que es menos conocido es que esos cuatro peruanos no cotizan al sistema de pensiones. Pero lo más serio es que tres de esos cuatro no lo hacen porque no consiguen generar suficientes ingresos en un mes típico: llevan a su casa menos de una remuneración mínima vital.
Tenemos demasiados trabajadores independientes y en microempresas, con productividad muy baja. Les haría bien a muchos de ellos, y al país en general, pasar a trabajar a empresas más grandes y productivas. Pero la legislación laboral y tributaria desincentivan eso, condenando a las empresas al enanismo y a las personas a los emprendimientos de baja productividad.
Además, hay tendencias globales del trabajo que no debemos ignorar. Una que llama la atención es el aumento de las personas con más de un empleo. Entre los de edad más productiva esto ya alcanza a uno de cada cinco trabajadores. Si una persona tiene más de un empleo, ¿qué sentido tiene que adquiera un seguro de salud y cotice a un plan de pensiones en cada uno de sus trabajos?
Si no reformamos bien el mercado de trabajo será poco lo que se pueda hacer para crear un buen sistema de pensiones. Mientras tanto, vale la pena revisar otro elemento que también parece dogmático. Que el ahorro para las pensiones salga de nuestro trabajo es algo que damos por sentado. Esta idea es relativamente nueva en la humanidad (nació en la Alemania de Bismarck) y haríamos bien en cuestionarla.
¿Y si llevamos el altar a otra casa, con un primer piso más amplio y sólido? Esta es una idea que Santiago Levy ha impulsado hace buen tiempo: en lugar de financiar nuestras pensiones con impuestos al trabajo, hagámoslo con impuestos generales (por ejemplo, con el IGV). Sin duda es una propuesta atrevida que rompe con algunos de nuestros paradigmas sobre el empleo, sus beneficios y el estado de bienestar.
Es momento de discutir cambios con esa radicalidad (esto es, que van a la raíz del problema). Esto porque la casita actual, sencillamente, se cae a pedazos.
Es absolutamente correcto que si no hay un incremento importante del empleo formal no hay sistema previsional que pueda funcionar. Además, es indudable que hay muchas personas cuyos ingresos son insuficientes y no tienen capacidad alguna de ahorro. Por tal razón, es indispensable contar con un aporte estatal que compense esas insuficiencias. Sin embargo, con una presión tributaria del 14 – 15% del PBI como la actual, no hay manera de atender ni las necesidades de salud, ni de educación, ni de vivienda y mucho menos las jubilatorias, que deben requerir no menos del 1 o 1.5% del PBI