Oye, te hablo desde la prisión


Videollamadas entre los reos y sus familias mientras esperan la vacuna


Una mañana de hace varios veranos íbamos de lo más felices a la playa, hasta que quedamos atrapados en uno de aquellos berenjenales que suelen darse en la avenida Huaylas, en Chorrillos. Hacía muchísimo calor, y pronto eso y el ruido, la tensión y la confusión resultaron desesperantes. Entonces mi hija, que era pequeña, preguntó desde el asiento trasero por esas personas. ¿Qué personas? Esas. ¿Cuáles?

            En la acera del frente, detrás de los micros, los miles de autos, los gritos, las bocinas y el ardor del mediodía, se levantaba el paredón del penal de Santa Mónica. Y las personas por las que preguntaba M. componían una fila inmóvil de al menos cien metros que discurría por la vereda para acceder al lugar. Ciento cincuenta metros. Hombres, mujeres y muchos niños cargando cosas de pie y bajo un sol de metal en una de las cuadras más desesperantes del tráfico limeño. 

            —¿Por qué hacen fila?

            —Para visitar a sus familiares, a sus hijas, a sus mamás y sus parejas, que están presas.

            —¿Y por qué tienen que hacer fila?

            —Por seguridad, supongo. Y porque aquí hay que hacer fila para todo.

            —¿Y no podrían hacerla adentro? 

            —…

            —¿O al menos ponerles un techito?

            —…

            Permanecimos unos minutos más en el caos —sentados, cómodos, con bebidas frías y aire acondicionado— hasta que, por supuesto, logramos superarlo. La señora que había escogido al azar como punto de referencia no se había movido ni un paso. Cuando una hora después yo me entregara al mar de Grau quizá continuaría ahí. 

             No puedo evitar pensar que esa cola reservada principalmente para parientes pobres funcionaba, se quiera o no, como otra forma de escarmiento. Como ocurría en el pasado, el sistema castiga también a los familiares de quien comete un delito, y no solo físicamente, sino también exhibiéndolos. Como si llevaran un capuchón colorado o un cartel encima. Un estigma sumado al dolor. Una vergüenza. “En cuanto al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio impone a aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio”, explicaba Foucault en Vigilar y castigar. Se refería a la idea del panóptico, pero aplica igual.

             No tengo que recordar la escena porque nunca la he olvidado, y además la he vuelto a ver, como todos, cada fin de semana que he retomado esa vía; pero he pensado en el asunto cuando me enteré hace poco de que, solo en la primera ola de la pandemia, murieron 446 internos y 46 trabajadores penitenciarios, y que el índice de contagios alcanzó al 54% de la población recluida. Por eso, desde que Susana Silva Hasembank asumió la jefatura del INPE hace un año, se prohibieron las visitas de allegados a las 69 cárceles del país. La medida funcionó: al 12 de abril pasado, en plena segunda ola, solo se reportaron 12 presos y 12 empleados muertos. No he podido hallar datos más recientes, de alguna manera todo lo que sucede en los penales peruanos resulta brumoso desde el exterior. Pero sí sé que para paliar el aislamiento las autoridades montaron un sistema de videollamadas monitoreadas. Como diría mi amigo Íñigo, menos hace una piedra, y los pocos reportes públicos dan cuenta de escenas profundamente conmovedoras. El doctor José Luis Pérez Guadalupe, exjefe del INPE, me explicó que, siendo “lo más sagrado para los internos la paila y la familia, ellos mismos, organizados, pidieron implementar la medida”. Pero si a quienes gozamos de libertad las videollamadas nos parecen frías e insuficientes, pensemos por un instante en lo que debe ser para quienes se encuentran doblemente encerrados, y sus parejas e hijos. 

             Sé de un señor que ha sido recluido en el penal del Huancayo hace unos meses, y que al pesar propio del encierro se le ha sumado el del miedo al contagio, la soledad y la casi completa desvinculación de sus seres queridos. Él no logra acceder a ese derecho a comunicarse con su familia, y cuando lo hace es para pedir que le envíen dinero para sobrevivir a las presiones y los chantajes que se dan al interior. 

             Lurigancho es una de las cárceles más violentas de Latinoamérica, y de lejos la más hacinada: con una capacidad para 2.500, alberga en sus 24 pabellones unos 9.300 reclusos. Aquí no hay normas de aforo ni distancia social imaginable. El problema se extiende a nivel nacional: tenemos 97.000 reos, quienes superan en 142% la capacidad instalada para alojarlos. Mientras la vacunación no llegue a todos ellos tendrá que mantenerse este aislamiento extremo. Hace poco más de un mes se comenzó a inocular recién, lentamente, a los mayores de 38 años. Y eso que ni siquiera hay que salir a buscarlos. 

             La pregunta sería por qué los presos peruanos y los empleados de las cárceles, dadas las condiciones en las que viven, no reciben las dosis necesarias para preservar su salud. 

             Y la respuesta es simple, y la sabemos todos: porque la situación penal en el Perú es una infamia. Porque los presos, desde que son recluidos, salvo excepciones pierden su ciudadanía y su dignidad. Porque real e históricamente a las autoridades no les importa su recuperación personal y social. De alguna manera, porque creemos que se lo merecen. La cárcel opera como un inmenso mecanismo de venganza.

            Y no solo nos vengamos de quienes han delinquido, o están encerrados a la espera de un proceso. De paso, aumentamos dolor y desesperanza entre sus familias.            Nunca lo pensé, pero una fila de cien o ciento cincuenta metros en pleno sol y a la vista de todos buscando un mínimo contacto con las personas que se ama puede ser preferible a la distancia que media tras una pantalla.  

1 comentario

  1. Rosa Marìa Lazo Velarde

    ¿Que hacer desde la Sociedad civil?, debemos sentirnos complices, de tal ignomia y arbitrariedad, ni pensar en en el irresrespeto a los derechos humanos fundamentales, de larguisima data, no se ve cambios, ni en la prevenciòn de delito, su enfrentamiento y ni pensar en la rehabilitaciòn social.
    Sabemos que es una expresiòn màs de la situaciòn precaria de la institucionalidad gubernamentsl y las condiciones estructurales de pobreza e inacciòn a nivel de la educaciòn y vìas adecuadas para el empleo especialmente juvenil, desestruturaciòn familiar, migraciòn externa e interna, entre otras muchas màs, no se puede dejar de mencionar a una clase politica de espaldas a la realidad en las diferentes esferas sociales , ecònomicas y culturales en nuestra sociedad.
    Respondamos en forma consciente y organizada, no nos neguemos ejercer nuestra ciudadania y compromiso a fìn , que se den cambios en estos casos en particular, como la responsabilidad sobre las personas al margen de la ley y sus sufridas familias.

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