O por qué el Nobel no ha premiado a Tolstói, Virginia Woolf, Kafka o Borges
¿Que hasta ayer no tenía idea de quién es Jon Fosse? Descuide, ya tendrá tiempo de leerlo tras el previsible bombardeo informativo respecto a quien, hasta ahora y para la gran mayoría, era un total desconocido. El suyo es un nombre más de una larga lista de controversias, especulaciones y misterios que empezó cuando, hace 122 años, la Academia Sueca, basándose en los designios estipulados en el testamento del empresario Alfred Nobel, entregó por primera vez el Gran Premio de la Literatura Mundial: pudiendo dárselo a Tolstói, se lo otorgaron a Sully Prudhomme (¿?). Si el galardón fuera una persona, podríamos decir que es así, peculiar, de nacimiento.
El Nobel de Literatura supera en contundencia y debate a todos los demás honores a las artes y las ciencias humanas y sociales ―Óscar incluido―, y por supuesto que provoca un revuelo mucho mayor que sus cinco hermanos ―el de la Paz incluido―. Cuando una vez al año un misterioso grupo de intelectuales que habitan un reino escandinavo anota un nombre más en el parnaso de las letras, de inmediato todos, aquí en la Tierra, comenzamos a opinar, a preguntar y a hacer las mismas conjeturas de siempre: por qué se lo dieron a este, por qué nunca a aquel, por qué no reparan esta omisión antes de que el de más allá se vaya al más-más allá. Quién es esa. Se nota que pesó lo político, lo geopolítico o lo políticamente correcto. Está desprestigiado. Es el más importante e influyente del planeta. Por qué estos lo rechazaron. Es obsoleto. Es posmoderno. Hace justicia poética, pues nos permite acercarnos a autores que no conoceríamos de otra forma (que se ponga de pie quien haya leído a Abdulrazak Gurnah antes de 2021). No la hace (pues se lo negaron a Joyce). Es discriminador (103 hombres versus 17 mujeres). Es un ardid del marketing editorial, etcétera.
Y ya puestos, podríamos preguntarnos si tiene sentido premiar de esa forma a un creador ―nota mental: imaginar un Nobel de Artes Plásticas o de Música―; es decir, con diploma, medalla de oro, un equivalente a 908 mil dólares y la fama global, cuando escribir no es más que tratar ―silenciosa, terca, individualmente― de perfeccionar el fracaso. Y realmente qué honra, y por qué, y basado en cuáles criterios. Hacia allá vamos.
En noviembre de 1895, el magnate Alfred Nobel, famoso por ser el inventor de la dinamita, se sentó a redactar su testamento. Era un hombre extremadamente trabajador y parco que no tuvo descendencia ―a su misantropía se sumaba la poca fortuna en el amor―, y probablemente acosado por la culpa que le generaba la multiplicación de muertes provocadas por su creación, decidió legar casi toda su inmensa fortuna a los que contribuyesen año tras año a mejorar la vida de los demás. Así quedaron instaurados la fundación y los premios que llevan su apellido dedicados a la Física, la Química, la Fisiología o Medicina, la Paz y la Literatura. Recién en 1968 se creó el galardón para la Economía que no es, propiamente hablando, un premio Nobel, sino uno entregado en su memoria.
En todos los casos, el empresario detalló el proceso de evaluación y los méritos que debían reunir los ganadores. Hablando específicamente de Literatura, la responsabilidad recae en la Academia Sueca, la que, a su vez, designa una comisión de cinco individuos: el Comité Nobel. Este recibe propuestas de academias afines, personalidades de la cultura, catedráticos destacados de todo el mundo y exganadores; evalúa las candidaturas, delibera, y un día de octubre revela al laureado de turno, ganador por mayoría. (Curiosamente, en ninguna parte del testamento se dice que se deba reconocer solo poesía, narrativa o teatro. Ni siquiera especifica que el ganador tenga que publicar libros). Ahora bien, la inmensa cantidad de postulaciones por revisar no es lo verdaderamente engorroso para el comité, sino lo que debe recompensar: Nobel exigió entregar el premio a “la persona que haya producido en el terreno de la literatura la obra más destacada en un sentido ideal”.
Y la gran pregunta ha sido siempre, claro, qué diablos significa eso de “un sentido ideal”.
Para entender este asunto hay un libro y una persona claves: El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión, del poeta Kjell Espmark, quien fuera miembro de la Academia Sueca desde 1981 hasta su muerte el año pasado, y presidente del comité entre 1988 y 2005. Considerando que existe un compromiso de honor por parte de los comisionados de mantener en estricto secreto por 50 años el contenido de sus reuniones, Espmark se basa en memorias, cartas y demás documentos de los primeros tiempos para esclarecer la evolución de la “misión”, que es como se conoce el ejercicio de interpretación estética del ideal nobeliano. Aunque el autor repite que cada año trae su propia problemática, según el ensayo podemos colegir ciertas etapas en la historia del certamen.
Una primera sería la ‘idealista’, cuando el comité estuvo signado por la impronta de Carl David af Wirsén, legendario presidente de la Academia, quien se esforzó en traducir el precepto de Nobel mediante la preservación de los valores clásicos del idealismo alemán (a la Goethe), que celebraban lo ‘elevado y puro’ vinculado a la fe cristiana, la monarquía y el amor patrio. Ello vetaba, desde luego, cualquier obra con toques simbolistas, realistas o naturalistas. Ahora ya sabe por qué no ganaron el Nobel Chéjov, Zola o Twain. De esta primera fase ―la más pobre para Espmark y para el resto del mundo―, Rudyard Kipling es el único que sigue brillando (muy por delante de Selma Lagerlöf, primera ganadora, en 1909). De buenas intenciones no suele salir buena literatura. Aquí vale la pena anotar que Alfred Nobel, quien también tenía veleidades literarias, publicó una tragedia en prosa llamada Némesis, obra que fue secuestrada y destruida tras su muerte por considerarse blasfema y escandalosa.
Con la muerte de Wirsén en 1912, la Academia se abrió por vez primera de Europa y entregó el premio al indio Rabindranath Tagore. Con la Gran Guerra se optó por una literatura menor y neutral, reconociendo a autores hoy esotéricos y de apellidos impronunciables. Luego de ello, durante la década del veinte vino el capítulo que Espmark llama ‘de la humanidad cordial’, cuando el canon se relajó, y si bien festejaba el clasicismo y la búsqueda del ‘ideal’, lo que se pretendía en las obras es “una visión humanista formulada en modo más general”. Si quiere saber por qué no ganaron entonces Kafka o Proust (muertos en 1924 y 1927, respectivamente) es porque el grueso de sus trabajos se conoció post mortem. Pero sí se lo dieron a Anatole France, William Butler Yeats, George Bernard Shaw y Thomas Mann. Los dos últimos dan pie a sendos comentarios.
Previo a que Boris Pasternak fuera obligado por la jauría estalinista a rehusarlo en 1958, y casi 40 años antes de que Jean-Paul Sartre lo hiciera por motivos ideológicos, el irlandés Shaw, enemigo de los reconocimientos, rechazó el premio de 1925. “Puedo perdonar a Nobel por inventar la dinamita, pero solo un demonio humanizado podría crear el premio que lleva su apellido”, dijo, provocador. Sin embargo, se cuenta que su mujer le pidió recibirlo como un honor a su país. Shaw terminó accediendo, pero declinó la recompensa económica, lo que podría tomarse como un disparate. Trece años después fue nominado al Óscar por el guion de Pigmalión. “Nada me daría más vergüenza que ganarlo. Es como si premiaran a Jorge VI por ser rey”, gruñó entonces. Igual ganó y se convirtió, literalmente sin quererlo, en la primera y hasta hace poco única persona que se hizo de ambos reconocimientos. El segundo es Bob Dylan.
Thomas Mann ganó el Nobel en 1929. Pero como en los años posteriores siguió escribiendo grandes libros, la Academia se planteó entregarle dos veces el galardón. La idea, por supuesto, no prosperó.
Los treinta fueron los años ‘para el lector normal’, en los que el premio buscó hacerse popular y accesible; ello, sin embargo, en detrimento muchas veces de la calidad. Por eso lo recibieron dramaturgos de éxito como Pirandello y O’Neill (el primer ganador del continente americano, en 1936), pero también gente como Sinclair Lewis y Pearl S. Buck ―Espmark sugiere que fue la peor elección de la historia―. Dentro del espíritu reinante no hubieran ganado nunca Kavafis o Pessoa (lo cierto es que fallecieron ese decenio sin siquiera llegar a ser seleccionados). Luego vino la Segunda Guerra Mundial y se interrumpió todo. Ahora sabe por qué Virginia Woolf y James Joyce, muertos en 1941, no ganaron.
“La posguerra marca una ruptura bastante radical con la política del premio de la época anterior”, dice Espmark, para explicar lo que llama ‘la época de los grandes pioneros’, una seguidilla de aciertos relacionados con la renovación de las letras: Hesse, Gide, Eliot y Faulkner. Los cincuenta fueron curiosos: algunos misterios, otros tinos (Hemingway, Jiménez, Camus, Saint-John Perse) y dos polémicas: el inmenso Bertrand Russell ―abriendo el premio por primera vez al ensayo o, en todo caso, a la literatura no convencional― y Winston Churchill, una tontería.
El compromiso de secreto para nosotros impera desde 1973, pero todos podemos notar ―con la subjetividad que implica― que la Academia siguió acertando, patinando y sorprendiendo. Y agregó un componente que durante un tiempo pareció marcar la agenda: la universalidad, la multiculturalidad, un propósito de hacerle justicia a autores casi desconocidos pero valiosos, y a las literaturas relegadas por la hegemonía del capitalismo editorial. El egipcio Naguib Mahfuz (galardonado en 1988) dijo: “Recién el Nobel me dio, por primera vez en la vida, la sensación de que mi literatura podía ser apreciada internacionalmente”.
Una pregunta recurrente es: ¿Y Borges? Desde 1901 la Academia Sueca ha dicho en todos los idiomas que el Nobel de Literatura no es un premio político, y Kjell Espmark lo repite cada vez que puede en su libro. Sin embargo, aunque no tenga intenciones ―asegura―, no se puede evitar el efecto político. Luego pone ejemplos que deben tomarse como opiniones personales, como el caso del nominado Aleksandr Solzhenitsyn, residente de un gulag por 11 años y crítico severo del totalitarismo soviético: el embajador sueco en Moscú recomendó no dárselo para no enturbiar las relaciones entre ambos países. La Academia igual lo premió en 1970. Y al año siguiente se lo dieron a Pablo Neruda, más que cercano a la izquierda. Lo que sucedería ―dice Espmark― es que, siguiendo las indicaciones de la “misión”, los académicos no podrían premiar a aquellos que azuzaran barbaries (ya sabe, entonces, por qué Ezra Pound, defensor del exterminio judío, no lo hubiera ganado nunca). Lo que da a entender es que, aun cuando él sí hubiera premiado a Borges, en las reuniones se hablaba de su apoyo a Videla. Sin embargo, faltan décadas todavía para desclasificar su archivo.
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