Nothing but flowers


La confirmación de que cada momento de la vida tiene su espacio-tiempo musical


Hace un mes vivimos una especie de shock cultural en el Perú: Pedro Suárez Vértiz (PSV) fallecía de manera demasiado temprana para cualquier medida contemporánea de expectativa de vida en el mundo moderno urbano del Perú. A través de las redes sociales me enteré de los homenajes que muchos conocidos y amigos míos le hacían, así como de aquellos de desconocidos. No solo sorprendida con ello, me enteré también de que la revista Billboard le dedicó un obituario, a la par que otros medios internacionales. 

Como se ha podido inferir —y con todo respeto—, en mi séptima década de vida PSV no significaba nada para mí. Había estado atenta a los debates que se encendían en las redes sociales cada vez que PSV escribía sus controversiales opiniones, pero jamás las leí. Para mí, simplemente, era un nombre peruano asociado al mundo de la música.

Desde entonces, y habiendo transcurrido ya algún tiempo, sigo pensando en cómo es que alguien que era una década menor que yo no me resonaba especialmente en lo musical. La sospecha mayor recayó en la música que solía escuchar mientras PSV empezaba a “romperla” en el Perú. Haciendo memoria, ya había empezado a estudiar mi doctorado y vivía fuera. En esas épocas recién conocía MTV y VH1, y la música que me rodeaba provenía de emisoras radiales del medio oeste estadounidense. De esos primeros ciclos en un pueblito universitario al sur de Chicago, recuerdo con cariño Nothing but flowers de Talking Heads, cuyo larga duración compré a pesar de mi magro salario de estudiante.

De toda la música que sonaba a fines de los 80, ¿qué de particular tenía esa canción para mí? 
Tal vez, que era una alegoría de la destrucción del ecosistema. La letra da cuenta de un joven molesto, que pretende ser un aviso luminoso, y que se enamora de una carretera, pero al que todo su mundo se le derrumba cuando los centros comerciales empiezan a ser destruidos para crear campos agrícolas. Las imágenes del video oficial brindan información sobre el deterioro social y ambiental hasta esos días; por ejemplo, el dato sobre las 24 veces, entre 1979 y 1988, que el Reino Unido modificó la manera de contar a los desempleados y cómo en 23 de ellas se redujo el número de ellos; o la cantidad de desechos peligrosos per cápita generados en los Estados Unidos en 1950 —4,6 libras—, que se convierten en pocos comparados con las 2.600 libras de esa época; o el número promedio de empleados —55— que participaban en la respuesta a cualquier carta recibida por la Secretaría de Salud de Estados Unidos.

Entre toda la producción musical de la época, creo que quedé impactada con esta, más allá del ritmo, debido a mis propias preocupaciones académicas: mis ensayos de intención sobre los temas de interés para el doctorado explicaban cómo mi preocupación original por la agricultura y el campesinado andino fue cambiando de foco hacia los temas de propiedad de la tierra y su calidad. La economía ambiental estaba por entonces en sus inicios y fue gratificante encontrar profesores expertos —todos norteamericanos, por cierto— interesados en esa combinación de derechos de propiedad con calidad de los recursos naturales y del ambiente, enfocada en un país en desarrollo como el Perú.

Todo ello ocurría mientras se preparaba la primera Cumbre de la Tierra, que finalmente se llevó a cabo en Río de Janeiro del 3 al 6 de junio de 1992. Se abrió así una gran agenda, que todavía atraviesa nuestros problemas sociales y económicos. Por ejemplo, en 1995 el Consorcio de Investigación Económica y Social (CIES) encargó una investigación para proponer una agenda de estudios en temas ambientales que se ha ido actualizando con el tiempo y los avances mismos de la investigación. El curso de Economía de los Recursos Naturales y Ambiente no existía en la especialidad de Economía en la PUCP, pero hoy se lo dicta, así como el curso de Economía Ecológica. Hoy, los ambientalistas ruegan a la gran estrella musical Taylor Swift que se manifieste sobre los problemas del cambio climático, conocedores del gran impacto que tienen sus preferencias, algo que no era tan perentorio en la época del rockero peruano que ayudó a motivar este artículo.

Fue recién a mi retorno al Perú, en 1992, cuando descubrí a Los Prisioneros, de Chile. 
Pero de ellos y su temática social saldrá otro jugo más adelante.


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