Las reglas tienen que cambiar cuando los creadores son los peor tratados
Richard Ángeles es músico y publicista. Baterista fundador de las bandas Mundaka y Almirante Ackbar, con las que ha publicado cinco discos desde 2014. Dueño de Estudio Desmantelado, en el que hoy se dedica también a producir a otras bandas.
Cuando estaba en secundaria, comprar un CD era un acontecimiento. Tenía que decidir bien cuál iba a escoger porque el disco iba a acompañarme por un buen tiempo dentro del discman, dándole vueltas y vueltas hasta saberme todas sus canciones, hasta que empezara a rayarse o hasta juntar plata para comprarme uno nuevo: era “dueño” de la música que había podido costearme.
Hoy en día, quizás hacer un pago individual para escuchar un solo álbum podría sonar tan ridículo como ser dueño de un NFT (token no fungible). ¿Por qué hacerlo, si puedo tener toda la música que quiera con un único pago? Es lo que cualquiera pensaría.
Cuando internet llegó para democratizar los contenidos, se volvió el mejor Polvos Azules de la historia. No había música que no pudieras descargarte gratis, desde lo más mainstream hasta lo más caleta. Hasta que en este universo llegó un superhéroe aun mejor, que prometía darte todo eso sin que tuvieras que buscar, descargar, ordenar, colocarle la portada y rogar que uno de los títulos no estuviera mal escrito, como me pasó alguna vez con The Ramones–My Sharona.mp3. El paladín sin capa se llamaba Spotify, y solo exigía un pago que hoy ronda los S/19 al mes. Nada mal por ahorrarte todo el trámite.
Cuando lo probé, fue amor a primera vista.
El problema empezó a emerger cuando subí mi música a la plataforma como artista.
En 2014 tuve la “suerte” de que el primer lanzamiento de mi banda coincidiera con la aparición de la primera empresa con oficina en Perú que ofrecía servicios de distribución digital para músicos, con la que integramos un piloto de los primeros discos peruanos que se lanzaron en Spotify. Así fue, y muchos de mis amigos estaban sorprendidos con nuestro disco publicado en esta plataforma y que lo pudieran encontrar fácilmente, algo que sentimos como algo bastante positivo. Antes de eso solo se podía encontrar nuestra música en Bandcamp, comprando el disco en físico, o a través de YouTube. Pero con el tiempo me di cuenta de que Spotify paga una miseria. Para ser exactos: $0.003 por la reproducción de una canción. Para hacernos una mejor idea, cuando nos enviaron las cifras anuales, bajo el hashtag #SpotifyWrapped, en donde te incitaban a compartir con tus seguidores, no sonaban nada mal las 693.000 reproducciones en un año, pero cuando saqué el cálculo de nuestro pago, resultaron ser solo $2.079 al año. Ese dinero, dividido entre los cuatro miembros de la banda, y descontando la comisión de la distribuidora, nos dejaba $415 para cada uno. Al año.
Hay quienes opinan que un músico ya no debería apuntar a generar ingresos con la música en sí, sino con los conciertos, las giras y las regalías. La verdad es que, al igual que con Spotify, me suena a algo con lo que solo los artistas muy masivos, o los sellos grandes, podrían verse beneficiados. Hace poco leí una publicación de Sunflower Bean, una banda que me encanta y que considero “exitosa”, en donde le pedían al público que siempre que puedan le compren merchandising a las bandas que les gusta, porque los artistas como ellos suelen generar su mayor porcentaje de ingresos por la venta de polos, posters y discos. Recientemente, la rapera Azealia Banks compartió un artículo en el que se afirma que un artista necesita generar 288 millones de reproducciones en Spotify para igualar el salario promedio de uno de los trabajadores de la plataforma. Leer este tipo de declaraciones me hacen reforzar cada vez más mi idea de que algo no está funcionando bien en la industria de la música. Y, de hecho, creo no ser el único.
En los últimos años, muchas personas que trabajan en la música se han unido para crear un movimiento llamado Justice at Spotify. Al día de hoy se han sumado 28.407 artistas, entre ellos varios de la talla de Frankie Cosmos, DIIV, Heba Kadry, Galaxie 500, Ride y Cate Le Bon. La lista de demandas incluye que Spotify pague 1 centavo de dólar por reproducción y que adopte un sistema de pagos centrado en un solo usuario, ya que hoy uno puede tener una cuenta familiar en donde seis personas escuchan por un pago muy similar al del usuario unitario. Han creado incluso un álbum en Spotify con sus demandas musicalizadas y han organizado marchas frente a todas sus oficinas alrededor del mundo. Es claro que la plataforma y la tecnología no son el problema: escuchar música por streaming ha permitido que el acceso a la música sea mucho más fácil y asequible. Y para los artistas que vivimos en un país en donde la radio FM no es una opción para difundir nuestra música, ser incluido en un playlist editorial de Spotify es una novedosa posibilidad, no tan remota, a la cual se puede aspirar y que se ha convertido en el nuevo “sonar en la radio”. El problema por resolver es que las plataformas de streaming han mal acostumbrado al usuario a recibir demasiado, pero pagando muy poco. ¿Y quién resulta siendo al final el afectado? ¿Quién termina siendo el eslabón que sufre más en la cadena? El artista, porque las plataformas nunca van a perder. Y la realidad es que sin el artista y sin la música, ellas no existirían.