A veces olvidamos que muchos prójimos tienen que remar contra el lodo
Existen escenas que son insólitas de encontrar en mi país; vistazos de, por ejemplo, un automovilista que en hora punta le ceda el paso a un peatón; una autopista congestionada, pero libre de pillos que usen el carril de emergencia en su beneficio, o —como lo señaló Mariela Noles Cotito en un artículo pasado— la imagen de cinco o seis universitarios afroperuanos conversando en la calle mientras la vida pasa, estampas todas que serían síntomas del retroceso del individualismo y de la desigualdad en nuestra sociedad.
A ellas podría añadirle ahora la escena de la última apertura de la Feria del Libro de Bogotá.
En la mesa de los nueve inaugurantes, había cuatro mujeres sobre las que las miradas de todos se posaron con más detalle: la alcaldesa de Bogotá, la ministra de Educación de Colombia, la vicepresidenta de la hermana República y una célebre escritora invitada a ofrecer un discurso.
La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, fue elegida para su cargo a pesar de haber declarado públicamente ser lesbiana, algo que quizá le habría acarreado improperios de sus contendores de haberse lanzado para el mismo cargo en Lima. Su voz resonó optimista y firme mientras en la mesa enumeraba los logros de su política cultural. Por su parte, Aurora Vergara, la ministra de Educación, es una afrocolombiana de maneras elegantes que nos habló de forma impecable sobre cómo su madre le inculcó la hora vespertina de la lectura ante un río diáfano y las repercusiones de un acto así en su vida y, eventualmente, en la de todos. A su turno, la vicepresidenta Francia Márquez, una afrodescendiente de vida novelesca, recibió los aplausos especialmente entusiasmados del auditorio y, en un momento específico en que la escritora invitada habló de ella y de la alcaldesa como ejemplos admirables de superación femenina en un mundo machista, la alcaldesa le dio un apachurre incontenible que provocó una ovación.
La escritora y compañera de mesa que las nombró en su discurso era nada menos que la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, la boca rojísima y un vestido esmeralda, quien nos contó historias de cómo el reparto del poder implica la mayor o menor invisibilidad de ciertos grupos sociales. Esta noción la intuimos todos, por supuesto, pero hacen falta las comparaciones antipáticas para darnos cuenta de hasta qué punto valoramos más lo que ciertos prójimos representan antes que otros: así, si unos ciudadanos franceses mueren en un atentado de intolerancia religiosa, lo repudiamos como deber ser, y los homenajeamos incluso en nuestras imágenes de perfil, ¿pero invertimos la misma energía para visibilizar el asesinato de los líderes indígenas que defienden la Amazonía de los traficantes de recursos?
Hay identidades que se arrogan el poder y la atención a sus problemas más que otras, y estoy seguro de que si hubiera asistido a una apertura de feria en Colombia cincuenta años atrás, los nueve integrantes de la mesa habrían sido todos hombres y de rasgos occidentales.
Se avanza en la representación, por supuesto, aunque quizá no tanto en los mecanismos que perpetúan al mismo tipo de personas en las posiciones de poder.
Por ejemplo, mientras recordaba la mesa bogotana para este artículo, llegó a mis oídos —a través de Radio Ambulante— la historia de Lindinês de Jesus Sousa, una joven afrobrasileña cuya madre no pudo cumplir su sueño de ser médica porque no pudo alcanzar el alto puntaje que dicha profesión requería en la universidad pública, disputado con estudiantes blancos que, al contrario de ella, habían llevado estudios en prestigiosas escuelas desde pequeños. Lindinês, sin embargo, atisbó una oportunidad para ella misma convertirse en una estudiante de Medicina cuando el gobierno de Dilma Rousseff promulgó una ley de reparación histórica que reservaba cuotas de ingreso a afrodescendientes e indígenas ante la aplastante mayoría de estudiantes blancos y con recursos que venía accediendo históricamente al mismo circuito. En el proceso, Lindinês encontró, no sin indignación, que había estudiantes brasileños blancos y pudientes que hacían trampa y se declaraban afrodescendientes para beneficiarse con una cuota que no les correspondía. De hecho, ella misma estuvo a punto de ser desplazada de su sueño de ser médica a causa de dos jóvenes blancas que usaron la mentira a su favor.
La historia de Lindinês terminó bien, por fortuna, aunque no sin dramas, como bien terminó también la historia de la vicepresidenta de Colombia, la de la ministra de Educación y la de Chimamanda Ngozi, que recibieron la ovación del auditorio en el que me encontraba debido a que tuvieron que remar contra el lodo mientras la mayoría de sus colegas lo hacían contra corrientes más traslúcidas. Una paradoja ruidosa, habría que decirlo: las aplaudimos porque son excepciones de la estadística y porque, con su indomable terquedad, le demuestran a quienes son invilizados que un futuro distinto es posible, sí, pero a un costo muchísimo mayor que el de los visibilizados. Su verdadero triunfo ocurrirá cuando vengan tiempos en que no sea necesario aplaudir con especial entusiasmo su presencia en esa mesa, y yo no tenga que escribir un artículo como este.
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Buen tema ligado a la Inclusión y Representación. Si logramos diferenciar esos dos términos habremos avanzado bastante en el entendimiento del acceso al derecho de igualdad y, con ello, al acceso a tener una Ciudadanía Plena por parte de todas las personas y grupos de interés de la sociedad civil.
No obstante, para incluir a los «invisibilizados» y hacer que no sean «excepciones a la estadística» como indicas, hay que mejorar la representación democrática. Desde la perspectiva de la Ciudadanía, la Inclusión respecto al derecho de participar en la política (derecho a elegir y ser elegido incluyendo analfabetos), no es problema. El problema es la Representación: actuar en nombre de alguien para velar por el bien común del conjunto de una sociedad o comunidad.
Los que pertenecen a una comunidad seleccionan y eligen a algunos de sus miembros para que se hagan cargo de ciertas responsabilidades de gobierno. Esto quiere decir que -por principio democrático- todos los segmentos de la población deberían estar representados: indígenas, negros, mujeres, LGTBI, jóvenes, blancos, etc. Sin embargo, por razones estructurales que se derivan del sistema imperante en nuestra sociedad (político, social, cultural, legal y económico), la representación de todos los segmentos poblacionales no es la que debería ser. Ellos votan, pero no ejercen el derecho a ser elegidos; fundamentalmente por una razón: la falta de partidos políticos verdaderos y con doctrina que constituyen la única vía para llegar a ñas instancias de poder político.
Por ejemplo, las mujeres, que representan el mayor segmento de la población (51%) están incluidas (con derecho formal para votar y ser elegido) pero no están representadas. Apenas representan el 27% de los elegidos. La misma situación se reproduce con los indígenas y jóvenes, pero éstos representan segmentos más pequeños de la población (15% indígenas, 20% jóvenes, 10% LGTBI, etc). Entonces, lo correcto sería luchar porque el porcentaje de todos los segmentos de la población esté representado. Pero, no se puede hacer todo a la vez. Empecemos por solucionar el problema mayor: que el 50% de la población (mujeres) esté debidamente representada.