Medio siglo paseando por el lado salvaje


El impacto de Lou Reed en la música y en una vida en particular


En 1972, el año en que se dio en Irlanda el Domingo Sangriento, Bobby Fisher ganó el campeonato mundial de ajedrez y un avión con el equipo uruguayo de rugby se estrelló en los Andes, Lou Reed grabó y publicó Transformer, su segundo disco en solitario. Dos años antes se había apartado de The Velvet Underground, la banda que fundó y que, al rebalsarse, dio origen a todos los ríos de la contracultura y la música experimental y contestataria de las siguientes décadas. Para 1970 Reed era ya un veterano del extremo de veintiocho años que huía de los escenarios para internarse en el silencio, la poesía y la pintura. Una leyenda dice que la plata y el orgullo se le acabaron pronto, y así terminó trabajando en la compañía de su padre: de los conciertos, los excesos y un puñado de himnos proféticos del rock pasó a fungir de mecanógrafo por poco más de ciento cincuenta dólares al mes. 

Pero como la cabra tira al monte y unos zorros de última hora se alimentaban de los restos de la Velvet, Reed decidió reciclar temas que había escrito para el grupo, les añadió un par nuevos y se lanzó y lanzó un disco que llevó su propio nombre. Le fue peor que mal. Ni siquiera le prestaron mucha atención

Mientras esto sucedía, un inglés cinco años más joven presentaba The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, un álbum al que, más bien, le fue estupendamente. David Bowie, quien se reconocía devoto de Reed, estaba tocando las estrellas en varios sentidos cuando recibió la propuesta de producir la nueva entrega del neoyorquino de Brooklyn. Y no lo dudó. Fue así como nació una de las sociedades más breves pero afortunadas de la cultura popular de los setenta. Entre Lou Reed y Transformer transcurrieron solo unos meses: este salió a la venta el 8 de noviembre de hace cincuenta años. Poco después Bowie repetiría su apoyo celeste a Iggy Pop, pero esa es otra historia.

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Lewis Allen Reed se pintó los ojos de negro, le bajó un punto de distorsión a su guitarra, abrió su sensibilidad y dejó que lo acompañara gente talentosa y creativa. El primer single tiene una letra simple y a la vez escandalosa sobre la confluencia de distintos personajes decadentes e hipersexualizados en la noche de Nueva York, una aventura melancólica narrada por alguien que parece estárnoslo contando por teléfono, de madrugada. El ritmo es cadencioso, destaca un arreglo de saxo sugerido por el productor y, por supuesto, el coro de “chicas de color” interpretando el más pegajoso tarareo de la música moderna: “Doo-do-doo-do-doo-do-do-doo…”. Es, acaso, su canción más querida y popular.

Además de aquel paseo por el lado salvaje, el álbum incluye, entre otros clásicos, un tema riquísimo sobre un tipo enviciado con una chica y un par de epinicios, una balada que trata de la plenitud idealizada en una jornada perfecta; y una pequeña y sofisticada fantasía onírica sobre satélites que se ven en el cielo o en la televisión.

El disco estableció a Lou Reed en su condición de solista y le devolvió su aura de héroe singular, de poeta de la noche y las calles, de ícono de la transgresión. Su influencia musical y cultural se puede sentir en casi toda la música contemporánea. Luego de Transformer siguió haciendo discos geniales, buenos, y también otros a media caña. Qué más da. Hacía lo que le daba la gana. Siempre hizo lo que le daba la gana. 

Esa representación de adalid marginal, de narrador de historias de la calle, de duro con el corazón abierto de un tajo me sedujo siempre, como a millones en todo el mundo. Su voz ronca me ha acompañado desde que tengo memoria. Y recién caigo en la cuenta de que tengo casi la misma edad del disco con el que se rehízo. El otro día, mientras disfrutaba de un paisaje con volcanes, un amigo me mandó un mensaje: “Hoy se cumplen cincuenta años del Transformer. Celebremos a la distancia”. Lo hice. Y no porque la nobleza obligue, sino porque nunca sabrá cuánto le debo. 

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Recuerdo dónde y cómo estaba cuando murió mi padre. Cuando murió mi madre. Y antes, cuando lo hicieron mis abuelos. La señora que fue mi suegra. Cuando me enteré de la muerte de Gianmarco, de Ricardo, de Doris, de Carlos. Soy muy malo para aprenderme los cumpleaños de las personas que quiero, pero puedo describir quién era y qué hacía cuando supe que dejaron de existir. Es una paradoja sin mucho sentido.

Como siempre he tenido cierta dificultad para ver los límites entre lo real y lo otro, y además, como tantos, tengo la sensación de que los músicos que más me conmueven componen y tocan para mí, fue un golpe muy duro cuando me llegó la noticia de la muerte de Joe Strummer. Lloré, de hecho. Poco antes habían ocurrido las de Joey Ramone y George Harrison. Recuerdo muy bien el asesinato de Lennon, pero era demasiado chico para sufrirlo de la manera justa. A Luca Prodan sí lo seguía cuando se pasó de vueltas en el 87. Por eso sé que, cuando un compañero de mi oficina leyó en internet que había mancado Lou Reed, yo miraba por la ventana el tráfico de la avenida Pardo: qué ruido, qué violencia crispada en las manos. Y a la vez el contraste con las tipas que recorren el bulevar. Me refiero a los árboles. Y el sol de fines de octubre incendiando el cielo de un lugar donde aún no amanecía.  


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