¿Es el credencialismo una epidemia que le está pasando factura a todo el mundo?
Hacia el año 2016, cuando Hillary Clinton competía contra Donald Trump en las elecciones de aquel año, una amiga estadounidense que vivía en Massachusetts se contagió del furor electoral y empezó a despotricar contra la candidata demócrata con gran metralla verbal.
Yo no entendía la razón de su rencor, y hoy me doy cuenta de que lo más probable era que mis propios sesgos de pertenencia me llevaran a análisis demasiado superficiales para entender esa rabia. ¿No era mi amiga una mujer, como lo era la señora Clinton? ¿No vivía acaso en un estado con tradición progresista? ¿No era blanca como la candidata? Y, lo más importante, ¿no era acaso amable, servicial y nada pedante, al revés del candidato que parecía apoyar?
Con los años me he dado cuenta de que entonces pasé por alto una variable vital. Mi amiga pertenecía a la clase media y, aunque se otorgaba ciertos gustos hedonistas, necesitaba dos empleos paralelos para sostenerse en ese estrato: de día trabajaba en una tienda por departamentos, y de noche trabajaba de mesera en un restaurante. No había cursado una carrera universitaria y su hoja de vida estaba sustentada por su trabajo. Chambeaba mucho.
Con los años ha ido quedando claro que en aquella elección de 2016, y en la siguiente de 2020, Trump consiguió más votos entre los blancos sin estudios universitarios, como mi amiga, donde alcanzó el 67 % de las preferencias. Además, fueron los votantes con estudios universitarios quienes más a favor estuvieron de los candidatos demócratas. Y, según acabo de leer en La tiranía del mérito de Michael J. Sandel —en cuyo subtítulo se pregunta qué ha sido del bien común—, el fenómeno del Brexit en Reino Unido de aquellos años también podría deberse en parte a una reacción contra la soberbia de quienes han implantado durante décadas la idea de que el prestigio de una carrera universitaria sería el camino prácticamente único para tentar la movilidad social.
Es decir, estaríamos hablando del rugido masivo de quienes fueron excluidos del proceso de globalización.
Si se mira la historia del siglo anterior, tiene sentido: el sueño americano, potenciado por el New Deal, decía que si trabajabas lo suficiente podías progresar y darle dignidad a tu familia. No hablaba necesariamente de cursar estudios: existía un respeto implícito al trabajo y sus frutos tangibles, y en lo absoluto hacia, por ejemplo, el cálculo especulatorio que brillantes egresados universitarios utilizaron para crear los productos financieros que se tumbaron la economía en 2008. Para remarcar esta tendencia, Sandel señala en su libro que hoy en el partido laborista del Reino Unido—es decir, el que nació para representar a los trabajadores— solo el 7 % de sus representantes pertenecen a la clase trabajadora.
Esta progresiva obsesión por el credencialismo, es decir, la urgente necesidad de respaldar nuestras capacidades con un título universitario, tendría repercusiones que, como ya hemos visto, ponen en riesgo a los modos democráticos de antaño. Por ejemplo, gobernar implica la combinación de una sabiduría práctica y de virtudes cívicas, y es poco probable que dichas características se enseñen en un aula universitaria. ¿Se enseña en las universidades lo que es el bien común? ¿Habremos acostumbrado a nuestros jóvenes y futuros lídedes, desde una visión individualista, a pensar que el diploma universitario será la única salida para tener una vida plena, en lugar de enseñarles desde pequeños valores para también ayudarnos en comunidad?
Las concepciones problemáticas que aparecen en los países desarrollados, tarde o temprano terminan recayendo en otras sociedades traducidas con sus particulares complejidades. En Perú, por ejemplo, ya hemos visto cómo este culto por el credencialismo exige constancias universitarias que nuestras autoridades terminan adquiriendo en un mercado de mafias y, peor aún, cómo ciertos negociantes sin moral nos ofrecen carreras universitarias sin rigor ni la más mínima competitivad internacional, y cómo miles de familias modestas caen en esa trampa y desperdician sus ahorros para que luego, a la larga, millones de jóvenes terminen con el rencor en el pecho por no estar a la altura de los retos que trajo la globalización.
Confieso que hace años, debido a la vergüenza, solía ocultar mi condición de persona sin formación universitaria, y que ahora, al contrario, a veces hasta la uso como bandera provocadora. Es verdad que con el tiempo mis credenciales meritocráticas lograron obviar a la academia y que aquello es cada vez más difícil en un mundo que multiplica los posgrados; pero también es verdad que tuve mucha suerte: de niño nadie me aplastó la curiosidad, los libros no me eran artefactos lejanos, y encontré tempranamente un oficio donde no se premiaba la especulación, sino la calidad de lo que se produce.
¿Podremos desandar lo que hemos exagerado?
¿Será que los oficios, la capacidad técnica, la sensibilidad artística y el cuidado del otro podrán valorarse más que un documento muchas veces conseguido con influencia y atajos?
Si tengo nietos, ellos tendrán la respuesta.
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