Las vidas que no vivimos


A propósito del encuentro con un autor peruano, una reflexión sobre la migración


El pasado 5 de octubre estuvo en Londres Renato Cisneros, quien vino a presentar su última novela El mundo que vimos arder. Yo no la he leído todavía y solo puedo comentar lo que escuché en la presentación, así que no les arruinaré la trama develando el final. Según entendí, trata de la historia real de un trujillano que fue piloto de bombarderos en la Segunda Guerra Mundial y cuya una de sus misiones fue bombardear Hamburgo, la ciudad donde había nacido su madre y donde todavía tenía familiares. Los pilares de la novela son el drama intenso que vive el protagonista, pero también una conversación entre dos migrantes que se desarrolla en un taxi madrileño. 

Frente a un salón con una mayoría de peruanos que vivimos en el Reino Unido —algunos hace poco, pero otros hace mucho tiempo—, Renato, quien vive hace ya algunos años en España, compartió esa idea o sensación que tiene de que cuando tomamos la decisión de emigrar, los senderos se bifurcan y que, estas acciones que nos empujan en una dirección, son las mismas que hacen que una posible versión de nosotros quede truca. ¿Quiénes hubiésemos sido si nos quedábamos en el mismo lugar y no comenzábamos otra vida? Por supuesto que esta idea resonó mucho entre los presentes, ya que casi todos nos pusimos a entrever la vida que hubiéramos podido tener en nuestros lugares de origen. Un ejercicio que, obviamente, no le es ajeno a todo migrante.

Jorge Luis Borges ya exploró esta idea en el siglo pasado en su magnífico cuento El jardín de senderos que se bifurcan, y la física cuántica abrió la posibilidad de pensar que muchas diferentes versiones de nosotros pueden existir al mismo tiempo, aunque —de ser cierta esta teoría de los multiversos— a los humanos nos sea imposible percibir estas opciones paralelas.

Hay algo, sin embargo, que a quienes vivimos fuera del país nos subyuga de este ejercicio. Me tocó confirmarlo cuando vi la hermosa película de Cecile Song Vidas Pasadas o Past Lives (2023) que ha sido galardonada en varios festivales y que recomiendo mucho. Trata de la vida de una joven coreana que emigra de su país a los doce años y deja atrás a un amiguito de la escuela por el que ha empezado a sentir algo. Son muy niños y se despiden sin saber si se volverán a ver. Gracias a las redes sociales, las videollamadas y la inmediatez de la tecnología, se reconectan doce años más tarde, cuando ambos están comenzando a construir quiénes quieren ser de adultos. Ella aspira a ser escritora, mientras que él sigue una carrera técnica y se mantiene muy unido a las costumbres de su país. 

Sin dar muchos detalles para que puedan disfrutar del filme, lo que importa para efectos de esta columna es que el drama principal de la protagonista es, justamente, tratar de entender cuál es su relación con esa vida que nunca llegó a tener y que quizás hubiera tenido de haberse quedado en Corea. Sin decirlo realmente, y sin presentárnoslo como algo demasiado dramático, la cineasta logra que entendamos la profunda dislocación que vivimos quienes hemos optado por hacernos una vida en otro lugar. Esto puede ser en otro país, en otra ciudad, en otro idioma, con otra cultura. Y nos muestra, además, que la experiencia de migrar es tanto una de ganancia, como una de pérdida. 

Por supuesto que las personas en las que nos convertimos al establecernos en otro lugar tienen muchas ventajas y que, en muchos casos, podemos hacer cosas que tal vez no habríamos podido —o querido— hacer en nuestro lugar de origen. Pero hay también una pérdida, algo que pudo haber sido y no fue, una serie de opciones que no tomamos cuando decidimos hacer una vida lejos. Esto significa que hay algo de nosotros que queda oculto, perdido. Y también quiere decir que, en muchas ocasiones, las únicas personas que pueden entender quiénes somos realmente son las que han transitado caminos similares y que han vivido las experiencias de construir una nueva vida lejos.

Existe, además, el complejo añadido de que no somos las mismas personas en todos lados. La migración también nos permite reinventarnos con mayor soltura y también puede llevarnos a que sintamos los vínculos con nuestros lugares de origen de una manera más intensa. Esto quizás se deba a que una parte de nosotros se vea obligada a callar o a ser domesticada para encajar mejor en el nuevo lugar, o porque sentimos la necesidad mantener esos vínculos con fuerza para que una parte de nosotros no se pierda irremediablemente.

Tal vez por ello siempre recuerdo a un personaje de Cien años de soledad, el turco que en su país adoptivo no hacía más que añorar su tierra, pero que al volver se da cuenta de que ya no es la misma persona y que ahora le hace falta Macondo. Algo de eso vivimos los migrantes, sobre todo los que vamos y venimos y migramos más de una vez. Cada uno de estos movimientos nos enriquece, pero al mismo tiempo hay una parte de nosotros que queda suspendida en el aire, como el bombardero de la novela de Renato Cisneros.


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