El ejemplo de Sarhua para imaginar al Perú de otras maneras
Cuando estudiaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Lima, aún ganaba el consenso de que la literatura e historia era solo aquello que estaba publicado en libros y formatos similares. Todo lo demás, quedaba fuera. ¿Las narrativas orales? Manan. Algunos espacios excepcionales eran apenas el curso de Literatura Quechua o el taller de Tradición Oral. Este contexto no es producto de la casualidad; el intelectual peruano Antonio Cornejo Polar nos recuerda en su libro Escribir en el aire (1994) el momento en que la palabra escrita hace su aparición en el territorio del Perú: año 1532 en Cajamarca, una Biblia entregada al entonces Inca Atahualpa y este, al no comprender su funcionamiento, que la echa al piso, generando así la furia de los conquistadores españoles que lo toman preso.
Para Cornejo Polar, este evento histórico expresa cómo es que, en la América Hispana, la palabra escrita fue una herramienta imperial para la jerarquización y discriminación a diferencia de Europa, en donde la imprenta democratizó y masificó el conocimiento durante la época del Renacimiento. Desde entonces hemos construido la convención social de que ‘papelito manda’, como diría un infame funcionario peruano. Hacer esta distinción entre lo escrito versus lo demás, entre un Perú oficial y otro subalterno, limita nuestras posibilidades para narrar nuestra historia, imaginar nuestras formas de generar archivo, y de incorporar voces que por tanto tiempo han sido silenciadas.
Lo cierto es que las historias, narrativas y literaturas existen también desde los relatos orales, las artes, las letras de canciones y la danza. En Sarhua, un distrito rural andino a tres horas de la ciudad de Ayacucho, existen tablas que también expresan historias. Originalmente, estas eran vigas de madera que se regalaban a las parejas de esposos que construían sus casas. Las tablas gigantes contenían viñetas con dibujos representativos de la vida de la pareja: actividades favoritas, plantas que cultivaban en la zona, animales, y el santo patrón protector o alguna devoción a la Virgen María. Con el tiempo redujeron su tamaño y dejaron de ser únicamente regalos para nuevas parejas y se convirtieron también en lienzos para contar difíciles historias en años de la violencia terrorista y de los crímenes de Estado. En los últimos años, artistas como Venuca Evanán han hecho de las tablas de Sarhua manifiestos para temáticas feministas y de género.
La reciente película peruana Diógenes (2023) nos presenta a un padre soltero que vive con sus hijos en las afueras de Sarhua, donde pinta tablas que luego intercambia por comida. Sin embargo, al mismo tiempo, gesta una pequeña colección personal en donde grafica dolorosos sucesos con los que su familia y miles de peruanos han tenido que lidiar. Ante la ausencia de una historia oficial que los incluya, otras tecnologías son usadas para enriquecer nuestra perspectiva de la sociedad. El uso de formatos distintos a la escritura viene desde épocas prehispánicas, en la cerámica de los huacos o en textiles como los tocapus, y más recientemente mediante comparsas musicales en quechua y español que nos recuerdan las muertes del estallido social de diciembre y enero pasado. Así, la película en mención nos interpela para empatizar no solo con difíciles contextos históricos, sino también para conocer cómo estos son recordados y archivados en la memoria colectiva, lo cual me dejó esta pregunta: ¿por qué seguimos solo interpretando al Perú desde un limitado número de formatos, cuando, como diría Cornejo Polar, también se escribe en el aire, en tablas y en música?
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Me encantó su artículo. Aún no he podido ver Diógenes pero me ilusiona mucho verla. Y recuerdo cuando mis hijos eran pequeños que les compraba cuentos en cassettes que escuchábamos todos en los viajes largos por carretera. Esas también eran “historias en el aire” y la música que acompañaba al cuento cumplía también un rol fundamental para imaginar la historia.
Gracias por compartir tus pensamientos