Diez días que confirman que el Perú preocupa e ilusiona
Hoy cierro diez días de paso por el Perú, voluntariamente alejada de los titulares sobre los repetitivos y pocos imaginativos esfuerzos por terminar con la presidencia de Pedro Castillo. El murmullo sobre su incapacidad es ensordecedor, al igual que aquel sobre la impericia de los congresistas opositores.
Es así que, alejada de todo ello, he pasado unos días escuchando hablar a otro tipo de voces sobre mi país. Por ejemplo, tuve la oportunidad de participar en el Hay Festival en Arequipa con amigos y colegas, y reflexioné con ellos sobre nuestra desigualdad en la actualidad y en el pasado. En una de las mesas se postuló que las personas tendemos a preferir estar mejor que el resto de manera relativa que mejor de manera absoluta. Sin poner esto en duda, insistí en que tuviéramos cuidado, ya que la idea de igualdad que ahora damos por sentada —y que aun así es esquiva— no apareció realmente hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y me faltó decir que incluso entonces esa igualdad se aplicaba solo a los hombres blancos dueños de propiedades, y que los siervos, los esclavos y las mujeres tardaríamos aún más en alcanzar la igualdad nominal que disfrutamos ahora.
Después de unos días entre valles y volcanes volví a Lima, donde una conversación me recordó que, como dijo Piérola —se supone que en la revolución de 1895—, el Perú “es un país de desconcertadas gentes”. En cierta medida lo somos, ya que, a pesar de todo lo que nos ha caído encima política, económica y socialmente, proseguimos con alegría y empeño en un ambiente muchas veces hostil.
En mi corto tiempo aproveché para ver La Cautiva, que se repone en el Teatro La Plaza. Escrita por Luis Alberto León y dirigida por Chela de Ferrari, esta obra causó mucho revuelo en 2014, cuando fue prohibida. Casi diez años más tarde podríamos preguntarnos si sigue generando reacciones y creo que sí, definitivamente, a juzgar por los espectadores que salieron llorando de la sala. La obra utiliza de la mejor manera los elementos de la dramaturgia para lograr que el espectador suspenda su incredulidad y que acepte que un cadáver hable y nos transmita todo el horror de lo vivido en Ayacucho a mediados de la década de 1980.
Su vigencia no se mide solo por el impacto que tiene en el público, sino porque estamos ante la posibilidad de que una ley obligue a que se presente una visión tendenciosa sobre los años del terror y mientras el Estado peruano exhibe otra vez una terrible falta de pericia al pedir la extradición de un marino que ha sido condenado por un asesinato, en un caso en el que hay por lo menos 62 otras posibles víctimas, con el riesgo de la terrible impunidad si es que no se hace el trámite con España de manera correcta.
Esta falta de justicia ante la barbarie es algo que Dante Trujillo nos recuerda en su reciente novela de no ficción Una historia breve, extraña y brutal. La presentamos juntos el último viernes y coincidimos en que si bien los hermanos Gutiérrez atentaron contra la institucionalidad, el castigo que recibieron fue extremo, pues terminaron desnudos y vejados, colgados de las torres de la catedral e incinerados y, a pesar de todo ello, nadie fue hallado responsable: la historia los consiga como los grandes villanos a pesar de ser también las víctimas.
Tras la celebración fui al aeropuerto porque mi pasaporte estaba vencido y la mejor estrategia para renovarlo era ir a solicitar uno de emergencia —con el pasaje ya comprado— y hacerlo en la madrugada porque a esa hora no suele haber gente. Todo marchaba bien, hasta que recordé la conocida frase de Sofocleto, esa que dice que si Kafka hubiera sido peruano habría sido un escritor costumbrista: mi DNI también estaba vencido y, si bien era cierto que no lo necesitaba para viajar, era imprescindible la constancia de haber comenzado el trámite, algo que a esa hora era imposible de hacer porque el sistema virtual cojeaba.
Me aseguraron que era cuestión de ir de emergencia al RENIEC de Javier Prado a las 8:30 am. Pero cuando llegué, los guardias me aseguraron que iba a ser imposible tramitarlo porque los fines de semana solo se hacen entregas. Intenté en la sede de San Luis, donde una vez hace años me ayudaron: “imposible”, me dijeron. Algunos amigos me dijeron que era momento de darme por vencida, pero decidí ir tercamente al Módulo de Atención al Ciudadano del Callao, a quemar el último cartucho.
Cuando el guardia me confirmó que, en efecto, no hay servicio en el RENIEC el fin de semana, pensé que de verdad ya no quedaba nada que hacer. Pero el guardia, al ver mi cara, me dijo que al frente había un puesto de fotocopiadoras donde un “tigre” me podría ayudar. Tenía toda la razón. Allí, un joven muy simpático y correcto me ayudó a hacer el trámite de manera digital. En realidad, el Estado peruano ha creado una plataforma que podemos usar todos y que no es tan compleja, pero que no funciona en un teléfono durante la madrugada, pero que un experto con una computadora puede voltear en cinco minutos.
El trámite que siguió en el aeropuerto fue mucho más pesado de lo que hubiera sido de madrugada, porque ya había muchas personas. Pero hay orden y mucha gente joven contenta por los viajes que va a realizar, gente joven que ha trabajado y ahorrado para disfrutar su tiempo libre, jóvenes que —como el amigo que me ayudó a hacer mi trámite virtual del DNI— trabajan con nuevos medios, no se preocupan mucho por votar ni por el pasado, pero que imaginan un país más optimista y menos desigual.
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