A diez años de un fallo histórico que nos recuerda el poder de actuar correctamente.

Alejandro es escritor y diplomático peruano. Ha sido director de la Biblioteca Nacional, ministro de Cultura, y ha desempeñado funciones diplomáticas ante Naciones Unidas en Ginebra y la Embajada del Perú en Chile. Es autor de los libros Peruanos Ilustres, Peruvians do it better, Peruanas Ilustres, Historia (o)culta del Perú, Biblioteca Peruana, Peruanos de ficción, Traiciones Peruanas, entre otros. Ha ganado el Premio Copé de Novela 2019 con Mi monstruo sagrado y es autor de la celebrada y premiada saga de novelas CIA Perú.
Hace diez años y tras casi cinco de juicio, un día como hoy, esperábamos con algo de ansiedad, pero también con mucha confianza, el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya en el diferendo marítimo contra Chile. Y es que, claro, nadie tenía idea precisa de cómo podía terminar este proceso en el que el Perú buscaba que se reconociera una línea equidistante como frontera marítima, mientras que Chile pretendía que se respetase una línea paralela. Eso traía incertidumbre y nos obligaba a mantener la tranquilidad, aunque se podía decir que había un cauto optimismo. Ese optimismo tenía una sola causa evidente: se habían hecho las cosas bien.
La cancillería había logrado que se juntara el mejor equipo posible, desde el agente Allan Wagner y el canciller José Antonio García Belaunde, con quien se inició el caso; hasta el último de los jóvenes diplomáticos que tenía la obligación, por ejemplo, de conversar con los encargados de las redes sociales de los medios de comunicación para que se comprendieran la importancia del fallo y, bajo algunos escenarios supuestos, estuviéramos seguros de que la decisión de la Corte permitiría no solo culminar un proceso de manera satisfactoria, sino también construir con Chile un futuro sin conflictos.
Para quienes tuvimos la suerte de participar en la fase oral del juicio en La Haya, incluidos los periodistas peruanos y chilenos que seguían las incidencias del caso y con quienes conversábamos para intentar aclararles algunos de los puntos oscuros de las presentaciones, era evidente que el trabajo se había ejecutado de manera profesional, y todos estábamos ahí para sudar ―incluso literalmente― la camiseta. Para los más bisoños resultaba inspirador ver a los embajadores y asesores seniors conversar, discutir con fundamentos todos los elementos jurídicos del fallo. Para los que estábamos del lado de la prensa y colaborábamos con especialistas de diversa procedencia que ayudaban a explicar en los medios los detalles del proceso, era sencillo transmitir la confianza de que las cosas tenían que salir bien porque se habían hecho bien desde el inicio —se hicieron tan bien que incluso la cancillería ganó el premio a las Buenas Prácticas de ‘Ciudadanos al Día’ en la categoría de relaciones con la prensa, una que casi siempre termina sin premiados—.
Este trabajo iba más allá de la cancillería, por supuesto, que era la institución en la que recaía la responsabilidad de llevar adelante el proceso durante dos gobiernos—muy distintos, además, como fueron los de Alan García y Ollanta Humala—. Todo el Ejecutivo, pero también el Congreso, los medios de comunicación, las iglesias, los sindicatos, los partidos políticos, los gremios, los líderes de opinión, todos estaban alineados detrás del objetivo de que el diferendo concluyera de manera positiva. Quienes formamos parte del equipo nos quedamos con esa satisfacción, porque más allá del resultado, que incorporó 50.000 km2 al mar peruano, teníamos confianza en que lo que bien empieza bien acaba.
Pocas veces he visto tal nivel de compromiso y profesionalismo, pero, sobre todo, de alineamiento con objetivos comunes en los que nadie se buscaba arrogar el éxito. Incluso voces disidentes, con evidente cálculo político, preferían callar porque sabían que lo que estaba en juego era más grande que sus egos y pequeñas vanidades. Era como si la mezquindad (ese sentimiento tan humano) hubiera sido puesta de lado, al menos por un tiempo.
Me rectifico. Quizá ese mismo nivel de compromiso y profesionalismo lo vi en el equipo que trabajó para traer la vacuna al Perú, liderado por el presidente Sagasti. Y, aun así, en plena pandemia, creo que en ese momento la mezquindad se impuso en algunos casos y, en especial, en determinados actores políticos que hasta ahora niegan que aquel fue un trabajo honesto que permitió algo que, lo digo de primera mano, parecía realmente imposible.
Voy a lo importante. Es posible ponerse de acuerdo en objetivos comunes y hacer que todos trabajen en pos de ellos. No entiendo aun, por ejemplo, cómo intereses políticos pudieron hacer que el equipo que llevara adelante la reforma educativa con Jaime Saavedra a la cabeza, terminara renunciando para… ¿para qué? Sin duda no para proponer algo mejor, sino únicamente para impedir que se hicieran las cosas bien e imponer intereses de gente que solo quiere lucrar a costa de una falsa educación.
En estos tiempos el problema mayor parece ser que los objetivos comunes son los equivocados y que intereses informales e ilegales son los que se ponen como metas para socavar nuestra ya pobre institucionalidad. Creo que a los enemigos del país es importante decirles que quienes sabemos que las cosas se pueden hacer bien, seguiremos intentándolo. No es necesario liderar un caso internacional o lograr lo imposible en plena pandemia: a veces la rebeldía es hacer las cosas de manera correcta desde el grande o pequeño rol que nos cabe en la sociedad. Y eso es lo que hay que seguir haciendo. Porque, como me ocurrió a mí, viendo como ejemplo a quienes lideran un proceso actuar con seriedad, se puede construir la confianza sin perder la esperanza. Y seguir intentando hacer las cosas bien.
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Excelente como siempre Alex!!! Coincido plenamente con tu mensaje.