La necesidad de hablar de alfabetización digital entre niños y adolescentes
Hace poco, una familia muy querida fue tocada por la desgracia, cuando el sobrino —un chico de 19 años, un chiquillo— terminó quitándose la vida tras una breve pero intensa campaña de bullyng sufrida en las redes sociales por parte de personas que casi no conocía.
Como cualquier desastre, solemos creer que algo así no nos va a pasar. Preferimos ni pensarlo. O suponemos que esas cosas les ocurren a otros, más vulnerables que nosotros, que nuestros hijos. Y no. No necesariamente.
El miércoles pasado, en el marco de las charlas que, auspiciadas por el PNUD y Redpública en Twitter estamos sosteniendo los miembros de Jugo de Caigua con distintos invitados, tuve la oportunidad de conversar con Adriana León, directora del área de Libertades Informativas del Instituto Prensa y Sociedad. El tema era cómo combatir la desinformación y las fake news. Gracias a Adriana, el encuentro estuvo muy bien. Y entre las varias cosas que aprendí, me llamó mucho la atención el concepto de ‘alfabetización digital’.
Tengo la impresión de que hasta hace poco, cuando se hablaba de educación y tecnología, se hacía referencia a las herramientas pedagógicas potenciadas por los multimedios, las TICs, el e-learning, las oportunidades de los gadgets y, con la pandemia, la masificación de la enseñanza remota. Todo muy interesante y útil, por supuesto. Pero acaso por lo rápido e invasivo que ha sido —y, por supuesto, sigue y seguirá siendo— el fenómeno de las redes sociales, no nos habíamos detenido a pensar en lo primordial; esto es, en una educación básica sobre cómo interactuar tanto y con tanta oferta tecnológica.
Una definición de alfabetización digital dice que es “el proceso imprescindible para adquirir las habilidades necesarias para ser competente en el uso de las nuevas tecnologías”. Está claro que cuando se habla de ‘habilidades’ se habla de aptitudes de uso, algo que, por cierto, los chicos parecen traer puesto; pero, también, alude a la educación, sobre todo en niños y adolescentes, de cómo enfrentar el alud de información (buena, mala, divertida, falsa, siniestra), cómo cuidar su salud mental y su seguridad, qué escoger y qué descartar. Hoy es un reto para sociólogos, antropólogos, educadores, abogados y psicólogos de distintas partes, que contrarreloj deben ponerse al día para proteger a los más jóvenes. En escuelas del Reino Unido, España o Argentina ya se están implementando programas al respecto.
No me voy a explayar en lo inquietante de la situación, en las formas de manipulación de los usuarios que se practican en los nuevos medios. A quienes quieran ahondar en ese asunto los invito a morderse las uñas mientras miran el documental The Social Dilemma en Netflix, o a leer a Shoshana Zuboff o Jaron Lanier. Digamos que todos más o menos entendemos que nos están observando, que usan nuestros datos, que nos quieren vender siempre algo, cuando no cosas peores. Que seas paranoico no significa que no te estén espiando. Pero digamos también que los adultos tenemos cierta capacidad de discernimiento. Hablando de fake news, estoy convencido de que parte de la culpa la tienen los receptores, gente que quiere creer las mentiras. Por ejemplo, cuando se dieron las acusaciones de fraude durante las elecciones pasadas. Pero voy a seguir hablando de los chicos.
Mientras nosotros hemos crecido con los elepés, y luego los cidís, y después la música digitalizada; los nacidos, digamos, del 95 para acá, han vivido siempre sumergidos en Internet y las redes. A veces olvidamos que para ellos este es el ámbito natural. A propósito, recomiendo escuchar una exposición de la periodista y especialista en estrategia digital Susana Llunar en el TEDxValencia. Una de las cosas que destaca la experta es que esta avalancha también los abruma a ellos. Que, aunque a veces padres e hijos lo imaginen, en realidad no vinieron al mundo sabiendo cómo lidiar con ello. Como asumimos que son multitasking, habilísimos con los dedos y hackers en potencia, también pueden salir librados frente al abuso, la manipulación, el fraude o la pornografía. Y eso, claro, es una estupidez en la que casi todos incurrimos.
Es decir, les enseñamos a los chicos a cruzar la calle, a no hablar con extraños, a no recibir bebidas de desconocidos; pero damos por hecho que serán capaces de discernir solitos lo bueno y lo malo en Instagram o TikTok. Vaya, vaya. Si eres de los que creen que un chico de 14 años tiene el don mágico para no caer en una estafa jodida, o que esa adolescente que tienes en casa no puede ser víctima de un desgraciado pervertido, no has entendido nada. Todos, absolutamente todos, pueden pifiarla y caer en un error que les cueste dinero, la paz, la reputación.
La educación digital toma tiempo. Horas de horas de sentarse con los chibolos viendo lo que ven, riéndose con los mismos videos y memes, comentando las noticias que se propalan, buscando más fuentes; y, de paso, leyendo y hablando mucho.
Esto, claro, sin violar su privacidad. Pero hay que hacerlo ya, sin esperar que los colegios asuman dicha responsabilidad. Es urgente. Como dice Lluna, así podrán pasar de usuarios a, más tarde, ser ciudadanos digitales.
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