Desopilante Desquite de un Diplomático Disciplinado
Estos párrafos empiezan con una confesión: el pasado 28 de julio, día de la Independencia peruana, le presté oídos al tradicional mensaje presidencial, esta vez a cargo de Dina Boluarte, y tras escuchar unas pocas líneas de lo que serían cinco horas de tortura de baja intensidad hacia sus compatriotas, sentí una tristeza mezclada con impotencia: ¿cómo así dejamos que nuestro sistema democrático haya sido empleado para colocar a tantos cretinos al mando de nuestro Estado?
Un poco para airear la mente, esa mañana agarré la tetralogía de Alejandro Neyra que me tocaba presentar en la Feria de Lima una semana después —sé que va a sonar duro con el libro de Alejandro, pero reconozcamos que leer las memorias de un cactus sería más entretenido que escuchar el mensaje de la presidenta—, y ocurrió el milagro del hilo de luz que se filtra a través de la nube.
No fue solo que al leer esas cuatro novelas cortas —compendiadas bajo el título CIA Perú— volví a encontrarme con el universo de Malko Klinge, su ficcionado espía austriaco que trabajó en Perú entre 1985 y 1992, sino que, al comprobar la constancia de escritura del autor y su crítica burlesca a nuestras taras en ese periodo del siglo XX, recordé que Neyra encarna el tipo de funcionario diametralmente opuesto a esos bárbaros rapiñadores que de un tiempo a esta parte habitan nuestros dominicales informativos: un hombre que obedece y se moviliza hacia donde el Estado lo necesita, que siempre está dispuesto a servir al prójimo con una sonrisa, y de quien no se conoce ningún escándalo y ni siquiera una decisión controvertida a pesar de ser muy cercano al poder.
Que no se crea, sin embargo, que le otorgo elogios al Neyra funcionario porque no encuentro méritos en el Neyra escritor: es solo que, ante el desmadre en nuestras instituciones, es obligatorio recordarnos una y otra vez a qué tipo de normalidad deberíamos aspirar como ciudadanos.
Y ahora sí, veamos a qué debemos aspirar como lectores.
La literatura peruana no ha dado a luz a muchas novelas de espías, quizá porque nuestras guerras más conocidas han sido de una índole distinta a las reconocibles en el género. Tal vez estamos más listos a recibir a ese estupendo espía del inca del siglo XVI que perfiló Rafael Dummet, que a algún posible doble agente ficcionado en la época de Sendero: los peruanos nos tomamos nuestro tiempo para metabolizar nuestros traumas. Por eso, la ingeniosa salida creativa de Alejandro Neyra en su tetralogía es tan disfrutable: en el único acto de hurto que se le conoce, Neyra se birló literariamente un espía principesco inventado por un francés, lo subió a un avión en 1985 y, ni bien pisó el aeropuerto Jorge Chávez, lo puso a ser pareja de un chalaco que huele desde lejos a perdedor: una amistad poco probable y que solo puede ser creíble cuando un narrador está lleno de bondad y de una fascinación por esperpentos aún mayores.
En la primera entrega de esa saga —o el primer cuarto de este pollo— el colaborador de la CIA Malko Linge o Su Alteza Serenísima, llega austriacamente guapo, tan lleno de recursos, contactos y encanto, a supervisar la llegada del papa Juan Pablo II a Perú y a indagar qué puede esperarse de ese joven político peruano llamado Alan García que parece que va a ganar las elecciones ese año. Desde aquel 2012, año en que Alejandro Neyra publicara esa primera parte, la saga nos ha ido presentando cronológicamente a los personajes que colocaron los cimientos de nuestra actual situación política y social: un Alan García ya ejerciendo su primera presidencia, un desconocido hijo de japoneses que resultó elegido mandatario en 1990, un orate mesiánico que logró poner en jaque al Estado peruano con su organización terrorista —y de cuya primera esposa Malko Linge queda alucinadamente prendado—, y un sujeto que de joven fue un capitán traidor y luego espía de la CIA, y a quien los peruanos vimos entregar fajos de billetes a tutilimundi para seguir sosteniendo la dictadura que construyó sagazmente junto a Fujimori.
Existe un término en latín que calza perfectamente con todo lo que Alejandro Neyra ha venido escribiendo en estos doce años: docere et delectare (enseñar y deleitar), un ideal que el poeta Horacio recomendó alcanzar en su Arte Poética.
Si los peruanos nos quejamos de que olvidamos muy pronto los errores del pasado, transitar por la saga de CIA Perú puede ser una manera eficaz de volver a recordar, e incluso de revolcarnos con gusto en la cochinadita.
¿Qué manera más entretenida puede haber para aprender y reflexionar sobre nuestra historia contemporánea —me disculparán el oximoron—, que subirse a un escarabajo celeste que se cae a pedazos y descubrir la conchudez política, la estupidez social y la sabrosura callejera que se esconden tras las noticias de la época? Conocer así, aunque ficcionadas, las telarañas ocultas tras los coches bomba, la frustrada estatización de la banca, el autogolpe de Fujimori —que se convertiría en parte del manual de las actuales autocracias—, o la penosa purga de nuestro servicio diplomático en los años 90, a la par que escuchamos la música de Risas y Salsa, acompañamos a un presidente que con su motocicleta visita fiestas con vedettes de la época, y pasamos de la sutil coquetería de Paloma San Basilio al más directo escote de Susan León.
Dicho esto, me gustaría que, al menos por una vez en la vida, el funcionario Neyra se viera tentado por la corrupción y aprovechara su conocimiento del Estado para tramar un chanchullo con su editor y que así estas novelas reunidas fueran lectura obligatoria en nuestras escuelas: nos quedaría el consuelo de que, si no asimiláramos las conexiones que existen entre agencias de inteligencia, organismos multilaterales y el servicio diplomático para enfrentar o aprovechar los delirios políticos, entre nuestros jóvenes al menos prevalecería por un tiempo más el insigne fraseo de “qué cosa tan linda, qué linda tan bella” de Óscar d´León sobre el reguetón de Maluma.
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