Cuando las voces de nuestros maestros cobran todo el sentido
Hoy escribo mi columna número 52 para Jugo de Caigua, un año entero reflexionando sobre el pasado y el presente en el contexto peruano. Justamente ayer tuve la oportunidad de pensar sobre el tiempo, la historia y lo permanente en el Perú. En la mañana estuve en el Museo Británico, donde entrevisté a Cecilia Pardo, la curadora principal de la muestra sobre arqueología peruana que se inaugura el 11 de noviembre, y en la noche compartí mesa con Luis Miguel Glave, Ricardo Portocarrero y Gustavo Montoya en la presentación de la séptima edición del clásico libro de Alberto Flores Galindo Buscando un Inca.
Lo que más me vino a la mente, tanto en mi conversación con Cecilia como en la mesa organizada por el Museo José Carlos Mariátegui, fue la forma en que mi profesor Franklin Pease nos hablaba de los distintos conceptos del tiempo en los Andes. Recuerdo su teatralidad cuando nos decía que para las personas que vivieron hace miles de años, e incluso algunas de las que aún viven en el Perú , el tiempo es circular y no lineal, que el pasado y el presente se juntan en momentos particulares conocidos como Pachacuti. Recuerdo que nos decía que, así como nosotros pensamos que estamos parados en el presente mirando hacia el futuro que está delante, con el pasado a nuestras espaldas, en la concepción del tiempo que se tenía —o se tiene— en los Andes uno estaba parado en el presente mirando al pasado porque ya sabía lo que había ocurrido y le daba la espalda al futuro porque ignoraba lo que estaba por venir.
Franklin Pease murió en 1999 a los 60 años y Alberto Flores Galindo en 1990 a los 40. Ambos dejaron una producción bibliográfica impresionante que nos permite entender la historia del pasado peruano y que nos ayuda a seguir formulando preguntas que siguen siendo urgentes y necesarias. Yo no fui alumna de Flores Galindo, ingresé a la Universidad Católica el año anterior a su muerte, pero sí tuve la oportunidad de participar en un grupo de lectura de Buscando un Inca durante mi primer año, cuando todavía dudaba entre estudiar Literatura, Arqueología, Antropología o Historia. Dicha lectura y esas discusiones me hicieron decidirme por el camino de la historia y entender el pasado con base en los textos. Y el suyo fue un texto fundacional en mi idea sobre cómo pensar en la relación entre el presente y los hechos ocurridos que llevan hasta él.
Cuando lo pienso bien, las cuatro disciplinas entre las que me debatía tienen en común su ambición por entender la sociedad. Entender a los individuos, pero usando métodos distintos. En la literatura, el texto es lo que nos permite la aproximación al conocimiento humano, pero con la libertad que otorga la ficción, que muchas veces puede llevar a entender verdades muy profundas que quizás la narrativa sola de los hechos no permitiría. Esto es algo que se observa, por ejemplo, en la obra de Arguedas, que no deja de acercarnos a la realidad del Perú y de ser profundamente “verdadera”, aunque se base en ficciones.
La antropología estudia a las sociedades observándolas: viendo las interacciones entre las personas busca entender a qué se le da valor y por qué. Arguedas fue también un antropólogo y eso se nota también en su literatura. De la misma manera, Pease practicó una rama de la historia que combina algunos de los métodos de la observación a las sociedades andinas para entender el pasado que se conoce como Etnohistoria. Y, como me comentó Cecilia Pardo ayer, la arqueología también echa mano de este método. Si bien se trata de una disciplina que se enfoca en conocer las sociedades con base en la materialidad que ha quedado en la tierra, algunas con miles de años de antigüedad, los arqueólogos buscan pistas del pasado en el presente cuando hablan con los artesanos alfareros, los maestros orfebres, los que producen textiles, e incluso con los constructores de los caballitos de totora, que usan los mismos métodos desde hace miles de años.
En el Perú, el pasado y el presente conviven, pero no de una manera esencialista que reduce a las personas a ser símbolos del tiempo estático. Todo lo contrario. El pasado y el presente conviven porque se trata de culturas vivas que cambian, se adaptan y mutan. Pero también vemos cómo las injusticias y las desigualdades persisten y conviven. En Buscando un Inca, Flores Galindo nos habla de las utopías andinas, de cómo desde la Conquista se han imaginado posibilidades que traigan cambios a nuestra sociedad. Sus ensayos fueron escritos en un contexto de cambios dramáticos, desde la Reforma Agraria hasta la violencia desatada por Sendero Luminoso, y él buscó las respuestas en nuestra historia, en nuestra sociedad. Hoy, a treinta y cinco años de la publicación de su libro, sus escritos nos remiten no solo a entender el pasado de los últimos 500 años, sino también el más reciente, el del tiempo mismo de cuando escribió.
Y hoy que reflexiono sobre el año en el que he estado escribiendo en Jugo de Caigua pienso en la confluencia del pasado y el presente. En cómo con este dialogo podemos buscar construir una sociedad mejor.
El diálogo, imprescindible siempre.
Saludos