El partido incierto de Francisco


Sobre el reciente documental Amén y el nuevo modelo de iglesia que propone el papa Francisco


Raúl E. Zegarra (PhD, Universidad de Chicago) es profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad de Chicago. Raúl es autor de cuatro libros, siendo el más reciente A Revolutionary Faith (Stanford University Press, 2023). Adicionalmente, es autor de múltiples capítulos de libros, artículos académicos y traducciones publicados en América Latina, Europa, y EEUU, y contribuye ocasionalmente como columnista de opinión para El Comercio. Entre sus distinciones se destacan el New Scholar Essay Prize for Catholic Studies in the Americas (Fordham University, 2023), la Max Weber Kolleg Research Fellowship (University of Erfurt, 2022), y el Manfred Lautenschlaeger Award for Theological Promise (University of Heidelberg, 2021).

El estreno mundial del documental Amén: Francisco responde ha generado atención, y con toda justicia. Nunca antes vimos a la figura más importante del catolicismo global entrar en un diálogo público, tan fecundo, casual, y abierto como aquel que nos presenta la cinta. 

Para usar la misma imagen que usa el papa Francisco, se trata de un espacio afín al de una cancha de fútbol: la pelota se pone en el centro, comienza el partido, y el resto es siempre impredecible. El carácter orgánico, personal, a menudo tenso, de la conversación, es precisamente lo que resulta de esa apertura a lo impredecible.

Antes de enfocarme en algunos elementos de la conversación que merecen atención, me gustaría contextualizar tanto a Francisco como a este momento clave de su ministerio. Para hacerlo, creo que es importante prestarle atención a la historia relativamente reciente de la institución del papado, con sus impresionantes transformaciones, sobre todo en el siglo XX.

Quizá habría que empezar recordando que la Iglesia Católica no fue siempre una organización global, rica en recursos económicos, autoritaria, y opuesta al progreso social, como muchos suelen imaginarla. La iglesia primitiva, aquella que se forma después de la muerte de Jesús nada tiene que ver con la imagen descrita. Esta iglesia incipiente no contaba ni con riquezas ni con poder. De hecho, los primeros cristianos no solo no tenían poder, sino que sufrían persecución y martirio por parte del Imperio Romano. 

Todo esto cambió en el siglo IV con la conversión del emperador Constantino al cristianismo, el fin de las persecuciones, y la progresiva asimilación del cristianismo como religión del imperio. Pero esto, evidentemente, tuvo un alto costo para la inicialmente ascética y radical secta cristiana. El crecimiento masivo y la entrada al centro del poder debilitó el compromiso con los valores más igualitarios del movimiento de Jesús. 

Este es el inicio de lo que los historiadores a menudo llaman “la cristiandad”: la transformación del movimiento de Jesús en religión imperial. El proceso tomó cientos de años, por supuesto, y no es posible ni necesario resumirlo en este artículo. Decisivamente, eso sí, dicho proceso supuso la transformación del papado de un liderazgo meramente espiritual a un liderazgo político sobre el mundo cristiano occidental. 

La supremacía papal —nunca absoluta, pero innegable— sufrió también muchos traspiés, pero los más contundentes llegarían hacia finales del siglo XIX. La figura del papa, después de cientos de años de haber operado como un supremo líder terrenal, con estados pontificios que defender y ejércitos que liderar, quedó reducida a la de un prisionero del Reino de Italia, sin territorios y sin poder. 

La fundación de la Ciudad del Vaticano en 1929, a nivel geopolítico, representó el fin del papado como autoridad suprema y terrenal. Pero este cambio geopolítico forzoso llevó también a una reorientación voluntaria del papado. El papado progresivamente dejó de representar supremacía y autoridad universal para convertirse, en cambio, en un ejemplo de ciudadanía universal. 

En palabras del sociólogo José Casanova, el papa se convierte en el primer ciudadano de la sociedad global. Este cambio es decisivo, como la imagen de la ciudadanía sugiere. Como ciudadano, el papa habita un mundo de iguales. Si el papa es capaz de distinguirse en la aldea global, esto se deberá a su liderazgo espiritual y moral, y no a su poder terrenal. Y esto es precisamente lo que vemos, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX y particularmente después del Concilio Vaticano II (1962-1965).

En efecto, el catolicismo liderado primero por Juan XXIII, y luego por Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, y ahora Francisco I, se ha distinguido por su compromiso con la defensa de la democracia, de una economía con rostro humano, de los derechos humanos, de los migrantes, y del medio ambiente. Sin duda, el récord no es perfecto y hay muchas áreas en las cuales el liderazgo papal no ha dado la talla desde una perspectiva progresista secular. Pero es innegable que la transformación ha sido radical.

Es en este contexto en el que me gustaría volver a Amén. Pues Francisco claramente radicaliza el liderazgo descrito y su ciudadanía universal. En efecto, de modo casi literal, Francisco participa de esta conversación en condiciones de igualdad. Ciertamente, todos están al tanto de que él es “el papa”, pero ninguna de las personas en la conversación lo trata con particular reverencia o preocupación por su investidura.

Las preguntas, además, son refrescantes, incluso las más dolorosas, precisamente porque no están marcadas por un respeto por la investidura de Francisco. La horizontalidad de la conversación, la paciencia del papa, la frustración genuina de más de uno de los participantes con las respuestas no siempre inspiradoras de Francisco… todo esto constituye una radicalización del liderazgo papal al que hacía referencia.

Francisco frecuentemente usa la imagen de una “iglesia en salida” para referirse a la importancia de que la iglesia salga a buscar a la gente, a proclamar el mensaje de la fe que le motiva. Pero no se trata simplemente de hacerlo recitando verdades ya asumidas.

En Amén, Francisco se juega otro partido. En su mesa, invitados por él mismo, se encuentran trabajadoras sexuales, monjas vueltas ateas, víctimas de abuso sexual por miembros de la iglesia, personas no binarias, entre otras. Las preguntas son exigentes, como deben serlo, ante una oportunidad abierta por el líder espiritual de la iglesia; una oportunidad que contrasta con las puertas cerradas por los líderes de muchas iglesias locales. Ciertamente, no todas las respuestas de Francisco tuvieron la misma apertura o aptitud, pero es indudable que la mera experiencia de someterse a tal escrutinio, su disposición afable y de escucha, merecen encomio. 

Amén nos muestra a un Francisco en salida, que responde, sí; pero que, sobre todo, escucha. Francisco es sin duda un ciudadano del mundo, pero de un mundo nuevo y distinto al de sus predecesores. En este mundo la fe cristiana y la autoridad papal no pueden darse por sentadas, y Francisco no lo hace. 

De hecho, hay buenas razones para pensar que fe y autoridad están en grave crisis. Si hay manera de recuperarlas, probablemente el camino es el de la escucha atenta, en medio de la gente, con sus gozos y tribulaciones. Y de eso, Francisco nos ha dado un poderoso ejemplo.  


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