Lo fácil que es justificar la indecencia en uno mismo
Hace un par de años mi madre se dio cuenta de que le sobraba espacio en su casa y de que le faltaba dinero. Por lo tanto, no tuvo que pensarlo mucho para alquilar un cuarto vacío que tenía en su patio. Ya que la casa es bonita, el barrio es céntrico y el alquiler no era caro, no tardó mucho en conseguir una pareja de inquilinos.
Tanto Pedro como Vicky eran amables y la convivencia era armónica. Al menos, es lo que por entonces me comentó mi hermano, quien hasta ahora vive con nuestra madre.
Un viernes a las 11:30 de la noche, mi hermano notó algo extraño: a través de su ventana, que da al patio, vio que Pedro y Vicky salían con sigilo de su cuarto y que luego volvían con la misma cautela. Sintió, sin embargo, que algo raro había ocurrido en el transcurso, pero la oscuridad y su miopía no le ayudaron a encontrar una explicación.
El viernes siguiente ocurrió lo mismo a la misma hora: esos dos bultos salían del cuarto y luego regresaban. Mi hermano tomó nota y esperó al siguiente fin de semana.
Ese tercer viernes, minutos antes de las 11:30, mi hermano se fundió con los muebles de la sala en la tiniebla y esperó a ver cómo se desarrollaba aquel misterio. En efecto. A la hora acordada, la pareja de inquilinos salió de puntillas de su habitación, cruzó el patio, también la sala, y abrió con cautela la puerta principal. Entonces, mi hermano fue testigo de la aparición en el dintel de una silueta más baja que fue acogida con presteza por la pareja. Mi hermano vio que Pedro y el niño se dirigían a la habitación alquilada, mientras que Vicky lo hacía hacia un patio secundario de la casa.
Cual detective de asuntos domésticos, mi hermano sintió que por fin algunas cosas tenían sentido. Por un lado, las coordinaciones nerviosas que uno de esos viernes le captó a Pedro al anochecer. Por otro, la sorpresiva dadivosidad de la pareja hacia nuestra madre, con algunos antojitos traídos desde el mercado. Y, más específicamente, los largos pelos negros que la empleada encontraba en la habitación del patio secundario, un cuartito que mi madre siempre dejaba libre en caso llegara de viaje mi otro hermano, el mayor.
Mi hermano menor puede ser corto de vista, pero tiene un telescopio en el cerebro y se dio cuenta al instante de la situación: Pedro tenía un hijo de una relación anterior y seguramente había adquirido el súbito compromiso de quedarse con él los fines de semana. En lugar de conversarlo con mi madre y mi hermano, Pedro y su pareja actual decidieron cobijar al niño en su habitación, y que Vicky se trasladara al cuartito libre de la casa durante esas noches.
Cuando mi hermano confrontó a Pedro, tuvieron un diálogo parecido a este:
–Discúlpame, ha sido solo por esta vez.
–Esta es la tercera: la primera vez fue el viernes 8 a las 23:30.
Sorprendido ante la rotundidad de mi hermano, el inquilino señaló al niño.
–Estás haciéndole pasar un mal momento a mi hijo….
–Eres tú quien lo ha colocado en esta situación, no yo.
Acorralado, el inquilino se puso desafiante:
–¿Acaso te estoy robando?
Mi hermano respiró hondo. Pudo hacerle notar a Pedro que si tan seguro estaba de haber hecho algo correcto, ¿cuál era el sentido de hacerlo a escondidas? Pero en lugar de dilatar la discusión, le propuso llegar a un acuerdo al día siguiente.
Pedro y su pareja ya no son inquilinos de mi madre, pero desde que mi hermano me confió esa anécdota a menudo me visita como un ejemplo de cómo nuestras conciencias encuentran la manera de justificar nuestras arbitrariedades y crean así la ilusión de que vamos por el medio de la senda. Si somos ciclistas andando por la vereda, la responsabilidad es de la ciudad y de su tráfico letal, ¿acaso quiere usted que me maten? Si aceptamos sobornar a un policía, ¿no es porque nos acomodamos a la idea de que el corrupto es él, y no nosotros?
O, como hace poco lo dio a entender el actual ministro de Educación, que aparentemente ha plagiado el 70% de su tesis de doctorado: si nuestro sistema educativo tiene tan bajo nivel, ¿por qué voy a esforzarme más allá de lo que debería?
Lo trágico, por supuesto, ocurre cuando este fenómeno se instala en grupos que adquieren poder, y esas justificaciones individuales terminan haciéndose colectivas y aterrizadas en decretos de gobierno, un mal que, espero, terminará por hacer reaccionar a nuestro país.
¿Qué otras excusas no habré yo fabricado –o usted–, para armarme de una legitimidad mientras que lo que cometía era simple indecencia?
El día que la mayoría de peruanos nos hagamos este simple cuestionamiento, habremos dado un salto cuántico como sociedad.
Interesante artículo, si me permites le hubiera puesto este nombre al texto «hombre florero», ya que con sus adornos quiere excusarse…
¡Gracias, Paul!
Un abrazo.
Nos hemos acostumbrado a operar como la pareja de inquilinos, en el mejor de los casos. Necesitamos reflexionar sobre qué necesitamos hacer cada uno para cambiar el rumbo de nuestra sociedad cuyas falencias se reflejan en nuestros políticos.
Exacto, Milagros.
Gracias por la lectura.
Buen artículo, preciso, retrata en un pequeño incidente, lo que a nivel macro sucede.