El ganador de un concurso literario en centros penitenciarios nos conmueve con sus reflexiones
Ya en las afueras de Lima, donde los arenales empiezan a ganarle territorio al ladrillo, el auto me llevó por un sendero que terminó por desembocar ante altas murallas coronadas por alambres de púas. Era el penal Ancón II, en cuya entrada peatonal se alza un colosal portal de concreto que no tiene más función práctica que la de infundir respeto. Me preguntaba si valía la pena haber gastado en esa mole parte de nuestros impuestos, cuando mi acompañante me recordó que dejara mi celular en el auto. «Además, aquí no hay señal de internet», me dijo, y fue debido a mi acatamiento —y a la revisión del policía de la entrada— que lo que narraré a continuación no tiene registro gráfico ni audiovisual.
En uno de los patios, ante un auditorio compuesto mayoritariamente por internos del penal, ya nos esperaba la mesa oficial. En ella se acababan de sentar los representantes del Instituto Nacional Penitenciario, la Defensoría del Pueblo, la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad y la embajada de Bélgica. Yo representaba al jurado de la última edición del concurso de cuentos Hubert Lanssiers —admirable sacerdote belga, defensor de los derechos humanos—, al que centenares de internos e internas de todo el país habían enviado sus escritos.
Como no ha ocurrido antes en la historia del concurso, una vez que se abrieron los sobres y se conocieron las identidades tras los seudónimos, el primer y segundo puesto correspondieron a la misma persona: Walter Tovar, quien con una camisa violeta y un reciente corte de pelo, acompañado de sus orgullosas hija y esposa, esperaba ser mencionado desde la primera fila.
Luego de los discursos previsibles, por fin le tocó a Walter ser el punto de atención. Una vez en el podio, tras el micrófono, se mostró contento, emocionado y agradecido con los organizadores y, sobre todo, con su familia.
Para entonces, yo ya había ojeado en mi asiento el bonito ejemplar impreso con todos los cuentos ganadores, y había leído en él un testimonio escrito por Walter. Este párrafo en particular me había conmovido: «He encontrado mi camino, mi destino. Me ha permitido amarme, amar a mi familia y cambiar mi entorno. Sé que mi libertad está cerca, y sé quién soy: un escritor”.
Sin embargo, más me conmovió su testimonio ante el micrófono y aquí citaré de memoria su mensaje central: «Yo de niño leía poesía y narrativa, y escribía poemas. Pero en algún momento de mi vida, fui olvidándome de quién era».
Tras los aplausos y la entrega de los premios, esta confesión que compartió Walter Tovar me ha seguido persiguiendo, tal como lo comprueban estas líneas. Quizá hayan debido transcurrir tantos años en encierro para que él tuviera la oportunidad de reconocer quién es, en realidad, algo que la gran mayoría de nosotros no puede responderse a ciencia cierta: cuando nos preguntan quiénes somos, lo más probable es que respondamos con nuestros oficios, confundiendo lo que somos con lo que hacemos.
De pequeño, Walter Tovar intuía que podía ser un transmisor de vivencias a través de las palabras, pero ni su entorno, ni la sociedad que debía ayudar a formarlo, lo guiaron en ese camino. ¿Qué tan distinta habría sido su vida de haber tenido maestros, mentores, instituciones que le hubieran convencido de que las humanidades pueden ser rentables en el futuro? Hace unas semanas publiqué un artículo encendido de rabia porque las autoridades de mi país han herido de muerte a nuestras escuelas de arte, y ahora Walter ha añadido con su vivencia un motivo más para demostrar por qué no debemos descuidar la formación artística en nuestra sociedad, pues todo ser humano es mezcla de razonamiento y sensibilidad.
Curiosamente, mientras Walter pronunciaba su discurso, una inesperada visión le añadía significado a su mensaje: desde mi asiento en la mesa, junto a las autoridades, pude ver que a lo lejos, más allá de las murallas de la cárcel, la silueta de una mujer danzaba en la cima de una loma arenosa. Arqueaba su cuerpo elástico, daba lentas evoluciones, se congelaba en posturas caprichosas. ¿Desde dónde habría caminado esa mujer para trepar a esas soledades? ¿Qué tipo de danza era esa? ¿Se habrían percatado de ella los demás ocupantes de la mesa?
Me quedé con el misterio, pero también me llevé una certeza: mientras que quizá ella había escapado de un hogar precario de la zona para respirar la libertad en un promontorio, mi colega Walter Tovar había reptado hasta lo más íntimo de sus vivencias para lograr el mismo objetivo dentro de una caja de concreto.
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P.S.: Si alguien quiere obtener el libro publicado con los cuentos premiados, hágamelo saber en los comentarios de este artículo y en mis redes.
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Hola Gustavo! Leí tu artículo y me sentí muy conmocionada con la historia qué hay detrás soy una fiel lectora de jugo de caigua y me intriga mucho el contenido de aquel libro. Y como a ello podrías por favor indicarme como uno puede obtener o dónde conseguirlos los libros que salieron ganadores. Un abrazo!
Andrea, claro:
Escríbele a Leonardo Caparrós al +51997886131.
Cariños.
Me gustaría obtener el libro con los cuentos, al cual hace referencia Gustavo. Gracias.
Ahora que el preso se ha descubierto escritor, ya está libre. A la bailarina ya le saldrán alas. Bacán la crónica! Quiero leer esos cuentos. Te ofrezco, a cambio, otros de otro concurso. Saludos.
Alejandro, escríbele a Leonardo Caparrós al +51997886131.
Un abrazo.
Ha sido un placer leer estas líneas. Agradeceré me brinden información para acceder al libro.
Querido Gustavo, me gustaría tener un ejemplar de ese libro de cuentos.
Gracias, siempre, por tus artículos!
Buenas noches Gustavo, favor tu ayuda con los libros que mencionas, gracias de antemano. Saludos.
Me encantaría poder tener el libro.Gracias!!!