Apuntes sobre la curiosidad y el simbolismo alrededor de la entronización de Carlos III
Hay momentos que, a pesar de ser históricos, tienen un cierto sabor a irrelevancia, y tal es la impresión que me llevo de la reciente coronación de Carlos III, rey del Reino Unido.
Confieso que la monarquía en general —y la británica en particular— me resulta muy ajena: que los reyes sigan manteniendo un poder simbólico y real no deja de sorprenderme más de doscientos treinta años después de la Revolución Francesa.
Como algunos de los lectores de Jugo de Caigua saben, vivo en el Reino Unido. Lo que quizás no sepan es que hace casi diez años juré fidelidad ante un retrato de la difunta reina Isabel cuando tomé la nacionalidad británica, porque así me obligaba la ley. Aquello no me hizo nada de gracia, pues me recordó que, a pesar de todo, en este país uno sigue siendo un vasallo. Esto es un poco lo que le ha ocurrido a muchos británicos que, convenientemente, olvidan que viven en un reino hasta que se topan con que tienen que jurar su fidelidad a un nuevo rey.
Hace un tiempo decidí pasar los días de la coronación en Perú, alejada de las ceremonias en Londres y sus repercusiones, pero ni siquiera aquí he logrado escapar de un evento que tiene a medio mundo encandilado ante el paso de un hombre mayor y de su esposa, ambos de blanco, en una carroza dorada. Esta mañana, cuando me disponía a escribir un artículo sobre el teatro y su utilidad para pensar en la justicia a propósito de dos obras de teatro que vi esta semana —El Monstruo de Armendáriz y Machinal—, me di cuenta de que, ante tamaño interés, debía cambiar momentáneamente de tema.
Durante la semana previa había tenido algunos recordatorios sobre la importancia de la fecha en el imaginario británico. Por ejemplo, cuando recibí un correo institucional de mi universidad, que avisaba dónde se celebraría la coronación en el campus y cómo podía participar en este magno evento que nos unía como colectividad. Por otro lado, una amiga, a la que vi casualmente el jueves en una exposición de arte, me preguntó si era cierto que existía un fuerte sentimiento antimonárquico en el Reino Unido, pues tal era la sensación que le quedaba al leer el periódico de izquierda The Guardian: si hubiera leído The Telegraph o The Times, se habría percatado de que cada espacio está tomado por las maravillas de la Corona.
Y ayer sábado, al despertar, encontré mis chats de WhatsApp rebosantes de memes y comentarios sobre la coronación por parte de peruanos que viven en Londres, algunos de los cuales habían salido a las calles para ser parte de la historia: fotos de reyes y reinas, príncipes y princesas, vestidos como seres de los cuentos de hadas en un alarde de anacronismo.
Cuando luego hablé con mis hijos, los tres me comunicaron su percepción de que las personas de su edad no tienen interés alguno en el evento. Uno de ellos, que vive en la ciudad de Leeds, me contó que el único ruido que había oído esa mañana era el de un grupo cristiano de gospel, originarios de alguna isla del Caribe, que lo habían despertado con canciones que resaltaban la importancia del amor de Dios. Mis otros dos hijos se reafirmaron al decirme que lo único que les resultaba interesante de todo este momento histórico es que tendrían un feriado extra este lunes.
Las imágenes de la BBC, que muestran a miles de personas bajo la lluvia tratando de ser parte de estos eventos, cuentan otra historia. La vemos, incluso, poblada de banderas, no solo la del Union Jack británico, sino también de los demás países del Commonwealth y otros del mundo. Así, en los escasos minutos que miré la televisión, vi las de Brasil, Austria y Finlandia entre la multitud. Y también a personas vestidas íntegramente en trajes de banderas, contrastando ante los que, en mucha menor cantidad, portaban cartelones con lemas alusivos a que Carlos no era su rey.
En estos días he escuchado también impresiones sobre el inagotable amor de Carlos por Camila, a quien finalmente ha logrado convertir en su reina. No la “reina consorte” que prometió su madre que sería, sino “reina” a secas. Los seguidores de la difunta princesa Diana no están contentos, pero las nuevas generaciones ya no están al día con los escándalos que protagonizaron los que ahora parecen ser dos afables abuelitos: no recuerdan, por ejemplo, el horror generalizado cuando se filtraron las grabaciones del actual rey diciéndole a Camila, su entonces amante, que quería ser su tampón; así que es posible que los chistes sobre el Rey Tampón hayan pasado mayormente desapercibidos, aunque quizás simplemente se trate de una manifestación más de lo poco que les importa el tema.
Lo que sí molesta a muchos en el Reino Unido es que, en este momento de crisis económica tan aguda, cuando miles y miles de personas no han tenido suficiente dinero para calentar sus viviendas durante un invierno particularmente crudo, se haya gastado más de 100 millones de libras esterlinas en un evento que no hace más que reforzar la idea de que no todos somos iguales.
Porque si la igualdad realmente existiera, no podrían existir los reyes.
Pero la monarquía vive de símbolos y solo puede existir si seguimos creyendo en el poder de los reyes. Esta coronación, sobre la que tanto se ha escrito, es en verdad una ceremonia religiosa, en la que el Espíritu Santo penetra el cuerpo mortal del monarca y lo unge como representante de Dios en la tierra. Por más inventado o anacrónico que suene todo esto, en ello radica la base de su poder; un poder que, si bien es simbólico, se convierte en real en el momento en que todos somos espectadores. Es por ello que las ceremonias importan: somos nosotros, los espectadores, quienes convertimos a un ser humano en rey.
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Dice Stephen Fry que prefiere los reyes a los presidentes elecionados, porque el rey es para todos pero los politicos no son. Me parece que el pueblo britannico en general no ha captado que uno puede ser britannico sin creer en la monarquia.
Es que no somos iguales y aun cuando los comunistas quisieran imponer la igualdad, sus propios lideres se volverían desiguales pues robarían como siempre lo hicieron los corruptos de URSS, China,Cuba, Venezuela, todos unos ricos comunistas desiguales.
La crítica del costo del evento es típica del socialista colmado de resentimiento y miopía, carente de conocimientos económico y eso que varios entrevistados en CNN, sorteando las preguntas maliciosas de las entrevistadoras, explicaron como para ignorantes que ese gasto era ínfimo en relación a los beneficios económicos colaterales que se generan el mismo día y en el tiempo, en términos de imagen, turismo y otros, incluyendo trafico electrónico como ocurrió con el funeral de la reina.
La foto de la escritora tragándose decenas de años de ideales rojos, con tal de chapar la tan favorable nacionalidad británica, postularía para un pulitzer peruano.
Que comentario más fanático.